5 de abril de 2010

Calor


Uno de los remedios que tenía El Tullido para combatir el calor agobiante de julio, era no pensar. En efecto, creía que las vicisitudes propias del pensamiento afectaban de forma negativa su sensibilidad al calor. Cuando lo veía caminar por la calle con su talante de estúpido, de distraído, más tonto de lo habitual, me regodeaba un poco en mis conocimientos fuera de toda superstición y de subjetivismos absurdos que eran los únicos por los que se guíaba El Tullido

-¡Oye, Tullido!, le gritaban los locatarios del mercado cuando pasaba frente a sus puestos, la mirada perdida, los pasos tropezando con las cajas de cartón, huacales y perros en los cuales no reparaba. Pero así le ofreciesen un vaso de refresco, una moneda o un saludo, El Tullido iba y venía decidido a ignorarlos, a seguir con su creencia de que los pensamientos hacen más calurosos los días, y que por lo tanto hay que desecharlos del cuerpo. 

Al verlo me imaginaba que un día lo encontrarían muerto en plena calle, lanzado por un auto que raudo había sobreestimado sus reflejos de misero minusválido, dejándolo ahora si con un cuerpo ajeno a las molestias de los sopores veraniegos como de pensamientos de cualquier índole por igual. Pero no.

Cual asceta entrenado largo tiempo en quien sabe donde, El Tullido sobrevivía cada año a los meses calurosos con su mente en blanco, loable proeza que pavoneaba orgulloso al tiempo que vagaba por las calles de la colonia, jadeando como un perro, su pierna cojeando por la banqueta. El silencio como única señal de su presencia. 

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