26 de febrero de 2010

Último intento


Un día cualquiera de mi adolescencia me enamoré de torpes ideales del tipo de los que no se desbaratan con la lluvia. Finalmente, después de muchos años, he terminado por aborrecerlos. Y así también, un día cualquiera, emprendí la tarea de deshacerme de ellos. Por desgracia hasta ahora no lo he conseguido. Las tentativas han sido numerosas: Los he sacado a pasear, a calles húmedas, en horas nocturnas, intentando perderlos entre la confusión de la gente que avanza de un lado a otro sobre las aceras. Allí los abandono, a su suerte, pero no sé cómo todavía… siempre terminan encontrando el camino de regreso a mi habitación. 

Entonces elaboro torpes excusas; para hacer que se vayan les hablo de calamidades, de pesadillas fantásticas, de tragedias mitológicas. Incluso he apelado a mi locura, lo cual no es del todo una mentira. Cuando menos me doy cuenta me encuentro en escenas siempre parecidas: todavía despierto al amanecer, en vela desde altas horas de la noche. La garganta reseca de tanto hablar con ellos, de tanto discutir, de tanto susurrarles mis historias. Pero nada.

Ya estoy harto de ellos. Quisiera poder ahogarlos en piletas de agua inconmensurables, verlos hundirse poco a poco, hasta perderse en las tinieblas abismales. Desafortunadamente tal empresa sólo es posible realizarla en el terreno de los sueños.                                                 También he pensado, a la inversa, poder dejarlos a su suerte en un desierto infernal e inhóspito para que se mueran de sed, de hambre. Calcinados por el agobiante sol del mediodía, carroña de buitres e insectos, únicos moradores de aquellos parajes. Esta de más decir que esta empresa también resulta infructuosa.

Y así fantaseo con el día final de mis ideales de los cuales tuve la fatalidad de enamorarme, sin poder darles muerte o siquiera perderlos de vista. Borro una y otra vez mis huellas sobre el asfalto, tanto así que hasta me he acostumbrado a caminar del revés. Por miedo de encontrarlas en todas partes es que me he alejado del mundo. Evito las amistades, mis parejas formales y las informales. Ya no habito los cafés, las librerías de viejo ni las tertulias literarias. Los parques dominicales, las estaciones de autobuses… todo: seres humanos y lugares se han convertido en escenografías y maniquíes de cartón que he dejado arrumbados en el recuerdo de mi antigua vida cotidiana.

Pero tampoco el volverme un pinche ermitaño ha dado resultado. Cansado de seguir así, durmiendo, despertando, respirando, comiendo codo a codo con esos estúpidos ideales, he decidido probar un último intento, sin duda alguna desesperado. Ya nada importa, he perdido toda esperanza en una pronta cura. Damas y caballeros, ruego a ustedes que no intenten en casa lo que están por leer a continuación. Si tienen hijos pequeños o padecen alguna enfermedad del corazón, les pido los alejen de esta sala.

El siguiente acto que van a presenciar es sin duda alguna verídico. Me arrojaré a la siguiente hoja en blanco de mi diario. Acto seguido, me prenderé fuego. Tengo fe en que una vez que desaparezca en cuerpo y alma de este mundo, ellos no tendrán ya razón de ser. Se irán conmigo.   Mis últimas palabras las reservo para otras vidas, que sin duda alguna serán más prometedoras que esta que a punto estoy de terminar. Hasta luego. 

Música, maestro…

21 de febrero de 2010

Sobrevivir

Mi rostro pegado contra la ventana del metrobús. Yo dormido. Afuera la ciudad que regresa a la normalidad, después de una semana terrible de caos, de furia. Omito los sonidos de fuera. Esta vez sólo escucharé mis pensamientos.

 No tardo en encausar mis divagos. Los temas salen tarde o temprano, sólo es cuestión de esperar. Esperar a que una semilla crezca más rápido que las otras, a un ritmo casi siempre veloz. Listo, ya tengo una raíz, ahora hay que hacer que el tallo crezca. 

 Se asoma por la superficie, decido seguir adelante. Se me ocurre que todos estamos sobreviviendo, mentalmente, físicamente. Sobrevivimos a todo cuanto existe, llámese crisis o maremoto. La cuestión es sobrevivir. Ya lo demás es una cuestión extra. 

 Cada quien decide qué hacer con ese extra. Algunos andamos siempre allá arriba, asomados desde la azotea en una casi perpetua reflexión hacia todo lo que se mueve abajo, en la superficie. Otros se contentan en recorrer las calles y avenidas que pueblan el universo. Eso está bien, de alguna forma todos hacemos ambas cosas. 

 Cuando se tiene asegurado el siguiente minuto se decide en que gastarlo. El problema es precisamente el aseguramiento continuo de ese lapso. De nada valen las escoltas o los poderosos remedios farmacológicos, los amuletos sagrados o las plegarias continuas hacia distintas deidades.

 Pisamos a cada momento terrenos pantanosos, la premisa es divisar bajo nuestros pies la siguiente piedrecilla que nos permita seguir adelante. Sabemos, por otro lado, que algún día ya no habrá más tierra firme en donde pisar. Ese día será el que, dicen muchos, tendremos que echar examen hacia atrás para ver que tal anduvimos. 

 Juzgar, inspeccionar. ¿Acaso importa? Para muchos si, por ello se asegurar de pisar con cuidado, de sobrevivir de manera elegante y honrosa cada jornada. No importa procurarse el pan solamente, importa el cómo procurárnoslo. 

 Para otros la cuestión es más difícil. Dicen otros más, y dicen no sin cierta mirada profética, que conforme pasa el tiempo a nuestra civilización le va importando menos el cómo que el hecho mismo. Después de todo esta es una guerra perpetua contra el universo, en la que estamos muchas ocasiones en franca desventaja. 

 Suelo recordar, relacionado con esto último, aquella vieja historia en la que se les va obsequiando a cada animal un don que le permita sobrevivir  en su andadura por el mundo. Dudo si el nuestro fue uno bueno o si no hubo trampa al momento de la repartición.

 La humilde garra del felino, la agilidad de la liebre, la coraza del armadillo, el veneno del reptil…  ¿qué nos hubiera convenido más? ¿Darnos la caballeresca desventaja frente a los otros animales del globo terráqueo? O dicho de otra forma, ¿qué le convendría más a este planeta? ¿Darnos las blancas o jugar primero ante el homínido destructor?

 Cuestión de apreciaciones. La polémica persiste, ya que mientras para unos somos el centro de todo cuanto existe, cuyo destino y bienestar está más que asegurado en el horizonte del progreso humano; para otros estamos como insomnes, aguardando caer de un momento a otro en la pesadilla, igual que cualquier otra especie.

Despierto en mi asiento, dentro del metrobús. Afuera los autos y edificios me dan la bienvenida con sus rumores vespertinos. Dentro de unos momentos me lanzaré con ellos en una épica cuyo propósito es el de ocupar un espacio, no importa si pequeño o grande. Ya sea de manera activa o intelectiva hay que empezar. Suficiente, es hora de la supervivencia…

10 de febrero de 2010

Animales de los espejos


En algún tomo de las Cartas edificantes y curiosas que aparecieron en París en la primera mitad del siglo XVIII, el P. Zallinger, de la Compañía de Jesús, proyectó un examen de las ilusiones y errores del vulgo de Cantón; en un censo preliminar anotó que el Pez era un ser fugitivo y resplandeciente que nadie había tocado, pero que muchos pretendían haber visto en el fondo de los espejos. El P. Zallinger murió en 1736 y el trabajo iniciado por su pluma quedó inconcluso; ciento cincuenta años después, Herbert Allen Giles tomó la tarea interrumpida.

Según Giles, la creencia del Pez es parte de un mito más amplio, que se refiere a la época legendaria del Emperador Amarillo.

En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico.

El primero que despertará será el Pez. En el fondo del espejo percibiremos una línea muy tenue y el color de esa línea será un color no parecido a ningún otro. Después, irán despertando las otras formas. Gradualmente diferirán de nosotros, gradualmente no nos imitarán. Romperán las barreras de vidrio o de metal y esta vez no serán vencidas. Junto a las criaturas de los espejos combatirán las criaturas del agua.

En el Yunnan no se habla del Pez sino del Tigre del Espejo. Otros entienden que antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas.


Jorge Luis Borges, Manual de Zoología Fantástica.