26 de agosto de 2013

Sobre la búsqueda del sentido



"[...] De pronto mi vida me parece trivial, no solo indigna de ser escrita, sino aun de ser contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y por eso mismo sin valor, inútil -por irreductible a la experiencia del común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios; y sobre todo por él mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros."


Fragmento de Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar



6 de junio de 2013

Y si las cosas salen mal...






Este minuto de angustia es más valioso que todos los otros, existentes en mí, ya finiquitados. Las mismas estaciones donde días atrás varios se arrojaron, dispuestos a terminar todo, quien sabe si anhelantes de una segunda, mejor oportunidad. Es difícil pensar en otra cosa cuando todo te cubre de golpe, desde dentro hacia fuera. No hay nubes negras, tampoco rostros delirantes. Solamente esta angustia, como un dolor punzante y persistente, que no permite pensar en nada. Las imágenes se agolpan con furia, y deseas que termine de una vez por todas aquel torrente. Cortar de tajo este estado, con lo que esté disponible a la mano. El silencio adquiere un cariz sanador, se vuelve una obsesión. Una vez ahí, ya no hay vuelta atrás.


Carla se acordó de todos los días que su madre le preparó el almuerzo: el trastecito color lila, tantas veces ocupado por sándwiches y ensaladas. ¿Dónde estaría ahora? Se mudó hace tantos años de la casa materna, y ahora tenía ganas de volver. Llegaría directamente a preguntarle “¿y mi trastecito lila mamá? ¿Todavía lo tienes?” Sí, seguro lo conservaba. Guardado en la alacena blanca, acompañado de otros enseres. Proyectaba la imagen de los trastes ordenados, en hilera, limpios. Quietud, la primera en muchos años. Luego se arrojó.


Me asomo por la ventana tratando de ver a las personas que esperan en la otra dirección. Están despreocupadas, como si supieran todo de antemano. Si alguien les dijera que mañana sucederá algo fatal en sus vidas, se trastornarían de inmediato. Pero volverían a la normalidad de inmediato.


Yo las envidio. Saludo con desdén al guardia de seguridad de la entrada. Anoche me dormí pensando en la muerte, y ahí sigo. Mañana en el cine seguramente olvidaré todo, abrazado de Miranda. Pero hoy está todo muy confuso.


En los periódicos siempre se muestran discretos con los suicidios. Ocupan un espacio bastante pequeño en comparación con otras notas, como aquellas que hablan de los asesinatos a sangre fría, los accidentes, los secuestros. Apenas unos cuantos detalles, casi nula información sobre el finado. Alguna conjetura, muy superficial.


Concretamente recuerdo a Alan, un amigo mío de preparatoria. El se suicidó hace unos años. Cuando pienso en su rostro intranquilo, contenido, pienso en el dolor que provocan los recuerdos. Es una asociación peligrosa. Y sin embargo notablemente clara. Los años pasan a nuestro alrededor, destruyéndonos poco a poco. Es inevitable la muerte, paulatina, nadie puede escaparse a ella. Pero él quiso enfrentarla de una buena vez. Para muchos alteró “el ciclo natural de las cosas”. Mi teoría es que el suicidio resulta horrendo porque pone en aviso algo que debe ser espontáneo, sorpresivo. Pero, ¿alterar el ciclo? Trajo la muerte a su vida, punto. Murió.


Tecleo con fuerza, miro al monitor. Los ojos me duelen, estoy enfrascado en mis ocupaciones. Nada me distrae. La mente trabaja a dos niveles, maldita sea. La atmósfera está enrarecida, hay una incomodidad. Será el calor. O simplemente son ideas mías.


Sabíamos que sufría, pero no nos imaginamos un desenlace como aquel. No acudí al funeral. No era tan cercano. Otros amigos si lo conocían más a fondo. Su perfil de la red social se llenó de mensajes póstumos. Había de todo: enojo, tristeza, dolor. Sorpresa. Mucha sorpresa.


Contemplo los rieles, tan inofensivos, no parece que a través de ellos fluya la corriente eléctrica. Si por accidente me cayera sobre ellos, me electrocutaría. Seguro moriría en unos segundos. Antes de que pasara el tren, sin violencia. Tal vez se detendría. Recogerían mi cadáver en unos minutos. Y ya.


No quise hacerles preguntas. Cosas como ¿cuál fue el motivo? ¿Cómo lo hizo…? Los días y noches siguientes no pude dormir. Pensaba y pensaba en su desaparición. En el instante en que dejó salir su último respiro. Y después solo un montón de carne. Sin misterios, sin sueños, sin imágenes. Todo se detiene para siempre. Un mundo de significados se desintegra, irremplazable. En ese instante algo de nosotros se murió para siempre: lo que de nosotros conocía Alan. Nos arrebató una perspectiva de nuestra existencia. Sin nuestro permiso. Pero, aunque siguiera existiendo, ¿qué importa? ¿Qué importa su muerte para nosotros, hoy y de ahora en adelante?


Llego a casa en la noche. Hay una oscuridad y silencio casi completos. Mis tripas gruñen. Tengo hambre desde hace varias horas. Mis piernas, ojos y espalda acusan cansancio. Me comunican su vida. Son más fuertes que mis pensamientos, que apenas surcan por mi mente se desvanecen. Esos que se despiden de mí ser con sutileza. No hay ceremonial, simplemente se van. No obstante, sigo siendo el mismo.


Tuve la idea, hace algunos meses, de hacer un álbum de recortes de periódico. Su contenido, quizás desagradable para algunos. Suicidios. Desistí. Solo logre juntar unos cuantos pedacitos. Los buscaré. Tengo ganas de leerlos.


Y otra vez en la cama, tratando de dormir. Contemplo el librero de mi habitación, sin poner atención en sus formas. Algo se dibuja dentro de mí, pero no quiero que siga. En unos minutos dormiré, pero ahora estoy inquieto. Trato de pensar en lo que haré mañana.
Eso siempre ayuda. De pronto ya estaré en otras cosas.


Los dos psiquiatras que me atendieron, muy serios pero amables, escuchaban todo con atención. Ellos, ¿alguna vez…? Seguramente. ¿Qué pensaban en aquellas noches? ¿Se imaginaron que atenderían a muchachitos deprimidos en el futuro? Dejé de asistir un día, sin motivo. De alguna forma me sentí mejor. Hay crónicas de eso en algunas hojas de cuaderno. Pero nada más. No quiero dar testimonio de lo que sentía por aquellos días. Es mejor olvidarlo porque ¿a quién ayuda?


Nunca termine una historia ideada hace varios años sobre un par de amigos, uno de los cuales se suicidaba. El título era bastante rebuscado. Algunos párrafos, y ya. Como muchas otras cosas que empiezo y nunca termino.


Quisiera estar contigo en estos momentos. Abrazado a tu cuerpo. Sentir que no hay nada más en este mundo. Vivir para siempre juntos, lejos del mundo. Que egoísta. Que grotesco. Es una idea romántica bastante enferma. El contraste no ayuda.


Entre ayer y hoy varias sensaciones. Nada nuevo, me pasaría igual si estuviera de vacaciones, fuera de casa. De niño era muy callado, no tenía muchos amigos. El único que tenía era un primo cercano. Pero no jugábamos mucho. Casi todo el tiempo estuve solo. Y eso no ha cambiado mucho que digamos.


En mis sueños hay lugares que en verdad existen, acontecen cosas que no recuerdo al día siguiente. Solo quedan sensaciones, que de tan vívidas me inquietan. Seguro ya lo pensó un escritor: el sueño es la puerta a otra vida, un vaso comunicante a un yo alterno, que en esos momentos vive en alguna parte del universo. Nos colamos a flashbacks de su propia vida, por eso al día siguiente no entendemos nada. Solo lo haríamos de ser él mismo.


Por otra parte, el único velorio al que he asistido es al de mi abuela Sandra. Ninguno más. Ni falta hace. Ella murió de cáncer. Fue una muerte lentamente anunciada, todo lo contrario a la de Alan. Los pongo como polos opuestos, cuando en realidad son personas, no sirven de modelos para nada. Vivieron, murieron, con circunstancias personales que de tan distintas se pierden en una heterogeneidad de la cual nunca pude conocer ni una milésima parte. Pero están en mis pensamientos. Cuando recuerdo la muerte, ahí están. Cercanos, danzantes, como si estuvieran vivos aún.


“Y si las cosas salen mal” pienso. “Y si las cosas salen mal”, seré pronto uno de ellos. Acaso alguien pensara en mí. Seré un modelo cuando otro piense en la muerte, pero yo no estaré ahí. Será mi tragedia: un anuncio en el periódico sobre un fatídico accidente, algún impulso adolescente, estar en el lugar y tiempo equivocados. Fuera de toda teorización, de toda vivencia.


Los últimos días de mi abuela son los recuerdos más dolorosos de mi vida. Creí que podría lidiar con ellos, pero no. Pienso en ellos y vienen a mi mente imágenes repletas de angustia. Una extraña culpabilidad, de estar bien, mientras ella se moría. No poder hacer nada. Almacenar eso como se almacena un dato histórico para un examen final. No tener alternativa más que la propia vida, la inmensidad de la vida.


¿Qué le diría a Alan si pudiera hablarle de nuevo? Preguntas tontas, seguramente. Nada verdaderamente significativo. Ese tipo de sentencias que definen lo que somos, ¿por qué son tan difíciles? Quisiera verlo de nuevo, su rostro, lleno de conflictos sin resolver. Su endeble humanidad, perdiéndose en instantes irrecuperables. Decirle “oye, sin proponértelo ya estás muriendo. Lentamente, igual que todos”


Retomaría mi historia de los amigos, uno de ellos suicida. Omitiría nombres. Echaría mano de mi imaginación, porque no era cercano. Tendría que pensar cómo es enfrentarte a esa situación sin haberla vivido. Pura ficción y especulación.


Me levanto para tomar agua. En poco tiempo amanecerá. Levanto el cuaderno de apuntes arrumbado en el escritorio, busco la última página. Leo lo que escribí ayer: “en todas las noches hay ideas, y todas esas ideas también tienen su reverso: sus propias noches.”


Por primera vez siento el impulso por remontar el tiempo en dirección contraria: pensar en mis muertos de otra manera, su más lejano pasado. Esos días cuando niños, de los cuales hay testimonios en fotografías familiares. Mi madre conserva algunas de mi abuela, habrá que buscarlas. Así como traté de imaginar de nuevo el rostro de Alan tal y como lo recuerdo de la última vez que lo vi, trato de soñarlo como fue cuando pequeño. Tres, cuatro, cinco años a lo mucho. Y las ideas no tardan en salir:


“En esos patios inmensos del jardín de niños, Alan pasó los mejores días de su vida. Se le distinguía de sus compañeros de clase porque su madre lo vestía con tirantes, y continuamente se le desabrochaban las agujetas de los zapatos. Era bastante inquieto, y muchas veces se llegó a pelear con otros niños. Incluso una vez, por ejemplo, le pegó a una niña.”


Me pregunto si mi abuela pasó años felices en su infancia. Su historia tendrá lugar en una ciudad distinta. En ella no existe la violencia de hoy en día. Los camiones son escasos, no hay tanta contaminación. El cáncer es algo que de tan lejano se antoja imposible, no solo para ella, sino para todo el mundo. De pronto todos están vivos, ya nadie muere. Tomada de las manos de una tía, que fue quien cuidó de ella, Sandra camina por un mercado popular. Contempla con asombro los puestos repletos de legumbres, frutas y semillas, guajolotes, gallinas. El mundo asoma de repente ante su presencia. Está todo contenido ahí, incluso… incluso “eso”, oculto, velado. Pero ella no lo sabe. Hay una imagen que queda grabada en su mente, quien sabe si para siempre: un niño que desgrana elotes en un puesto, sentado en una sillita de madera, la mira de repente. Tema trillado, pero increíblemente milagroso: las miradas de ambos se cruzan por un instante. Suficiente: algo de la vida de ambos ha quedado arrancado, secuestrado para siempre. Cuando desaparezcan de este mundo, cuando las cosas salgan mal, quizás persistan en el otro: un pedazo de la vida de la abuela Sandra no habrá de sufrir el mismo destino que todas esas perspectivas de saber que Sandra murió habitantes en quienes la conocieron y trataron íntimamente. La abuela Sandra quizás está viva ahora, en lo más hondo de los recuerdos de un asilo para ancianos, en una casita de cartón, durmiendo al cuidado de ciertos bisnietos.


No quiero dejar de escribir, pero el agotamiento se vuelve más y más grande.

Antes de volver a dormir pienso otra vez en Alan. Ahora lo veo corriendo presuroso tras un balón, en alguna tarde de secundaria. Antes de llegar, se resbala. Su caída es tan graciosa que todos los compañeros estallan en risa. Pero la acción sigue: ahora ya están de nuevo en el partido de fútbol, bajo un sol a plomo.


Cada quien debería tomar aquellos modelos de muerte y trasmutarlos en historias. Así, hasta el infinito. Hasta que no podamos más, y nos llegue a nuestra vez la propia muerte. Volvernos biógrafos de los momentos más triviales, más anecdóticos de aquellas presencias que nos dan vueltas y vueltas en la cabeza, luchar con ellos en ese infinito instante, en ese eterno retorno del que habla cierto pensador.


“Y si las cosas salen mal”, me digo. Y cruzo las esquinas, abordo los autobuses, camino por calles oscuras, avanzo a tientas en el cuarto de baño con los ojos y plantas de los pies cubiertos de jabón. “Y si las cosas salen mal”, como en el caso de la abuela Sandra, de Alan, de tantos otros muertos: Judith, Angélica, Leonardo, Norberto, Jessica, con sus últimos rostros, su último dolor, su último pensamiento que nunca conoceré pero que intuyo en mis propias vivencias.


Camino por el pasillo, el espejo del fondo me devuelve mi imagen. Lentamente se hace más borrosa, como si alguien moviera todo en torno a mí. No sé si repentinamente se oscurecerá todo por completo, o si seguirá igual por algún tiempo.

“Y si las cosas salen mal…”, murmuro antes de terminar.




7 de mayo de 2013

Crónica de un interregno


  



Así mejor nos quedamos, sin salir de casa. Satisfechos los dos, acostados en la cama el uno junto al otro. Estando y no estando en la habitación. A veces escuchamos nuestros latidos del corazón, las manecillas del reloj con su marcha de ciempiés en la pared, los ruidos de los automóviles que transcurren con pereza por la avenida. Otras nos alejamos a contemplar las imágenes evanescentes que surcan nuestro interior, rodeados de la calidez que emana la proximidad del cuerpo del otro. Dormitando…



… De pronto una corriente de aire frío se cuela por la ventana, sin pedir permiso a las cortinas azul claro que cubren un poco de esa película luminosa llamada tarde, avanzando con rapidez hasta donde estamos, posándose en mi costado, amenazando con ir más allá, directo hacia tus mejillas.



Es en ese momento que caigo en la cuenta del sentido de la palabra protección: cómo te cubro del exterior, como si quisiera imitar una casa, aunque estas paredes que la conforman tiemblen cuando las rozas con tus piernas, aunque por sus cimientos las recorran cientos de preguntas, y estén sujetas a la misma contingencia semanal de mis ocupaciones laborales, cuando confuso, malhumorado, me muevo por los espacios reducidos, llenos de puertas con vistas opacas a ninguna parte, siempre marcadas por la cronometrada persistencia de la huída…



… Yo creo que mejor deberíamos levantarnos y salir un rato, para distraernos. Tomar un poco de ese aire sabatino que llena los parques y plazas públicas de despreocupación, en vez de permanecer aquí, inmóviles. Vivir como los demás, aunque duela. Separarnos un momento de nuestro amor indisoluble, a ver qué se siente. Pero no te preocupes, te tendré cogida de la mano durante todo el camino, no creas que te soltaré, permanecerás a mi lado. Es más, cuando tú me lo pidas nos regresamos, no hay ningún problema. Es una cosa que debemos lograr poco a poco, gradualmente…



… Dejémoslo a la suerte: águila nos levantamos. Sol, nos quedamos. Pero espera, nada de trucos. Yo me sé muchos, e igual podría usarlos, pero prefiero que sea la suerte pura, y no un mero simulacro de mis deseos. Que pase lo que tenga que pasar, que sufra lo que tenga que sufrir…



… Permanezco sin hablar un momento, esperando que digas algo. A veces cierro los ojos y estoy a punto de caer completamente dormido. Pero reacciono a tiempo, vuelvo a jugar cuidadosamente con tus cabellos, no quiero que te des cuenta. Todo debe ser espontáneo, nada planeado. Forzarte a una palabra sería imperdonable. He dejado de creer que un cuerpo en reposo es sinónimo de silencio, está el sonido acompasado de tu respiración, por ejemplo.



Mentira que me guste cuando callas, quiero escucharte gritar y reír en alguna cima, apenas unida a mí por el miedo al vértigo, sostenerte cuando caigas súbitamente y vuelvas poco a poco a la normalidad, más nunca al silencio completo. Estarás imaginando lugares, personas, objetos, cosas por hacer; sin atreverte a soñarlas o a realizarlas. Solo estás aquí, vulnerable, una potencia misteriosa e incalculable capaz de desatarse en cualquier momento con solo un movimiento. Mientras tu alma no deja de moverse, ese rostro tuyo, que permanece oculto a mi vista, es en su delicada sencillez la fantasía de algún artista…



… Canta un pájaro allá afuera, ¿lo escuchas? ¿Se parece a algún otro canto que recuerdes desde que vives aquí? No lo creo, cada uno tiene algo de diferente. Estará anunciando que el día (este día y no otro) muere lentamente, canto fúnebre para ese tiempo perdido que nunca volverá a manifestarse en el brillo de las hojas de los árboles y en la figura de ciertas nubes; solemne canto antes de regresar a refugiarse a su nido en espera del nuevo amanecer. Ven, vamos a besarnos, porque si se da cuenta que nos fijamos en él puede que se avergüence y deje de cantar…



… Este amor laberíntico en que hemos entrado en algún momento indeterminado de nuestras vidas, sin contar con algún hilo de Ariadna para orientarnos; amor construido con paredes elevadas e impenetrables, que coartan cualquier posibilidad de hacer trampa, sin poder saber en qué parte estamos, si en su corazón o en alguna de los extremidades. ¿Habremos de quedarnos aquí dentro para siempre?

Vuelvo a abrir los ojos: sigues a mi lado. Nada ha cambiado…



… Las sombras  a nuestro alrededor anuncian el surgimiento de un reino que no nos pertenece; somos intrusos a bordo de una cama que navega a la deriva de la noche, apenas orientados por las luces eléctricas que ya se han encendido en las casas vecinas, soldados de una resistencia condenada a la derrota, exiliados, más bien apátridas porque en el orden natural de las cosas no dormimos ni participamos de la vigilia.



Solo los sonidos de nuestras tripas irrumpen de repente en la austera calma que gobierna la habitación. Gruñen y gruñen como una criatura oculta en el fondo de su guarida. Es un lenguaje real, pero imposible de traducir. Aunque a veces, jugando un poco al adivino, siento que dicen muchas cosas chistosas.



A lo mejor también se ríen como nosotros ahora lo hacemos: primero con cautela, luego conscientes de que nada va a pasarnos si perturbamos la pasividad de esta atmósfera viciada por las huellas térmicas de nuestra presencia, subimos el tono hasta una efusividad festiva, incontrolable. Es como si una llamarada comenzara a agitarse dentro de nosotros…



1 de mayo de 2013

El grito no es sin sentido (o como la palabra debe aprender a gritar)





La propia experiencia cotidiana parece indicarnos que la palabra, bien articulada, estructurada en forma de discurso ordenado, claro y distinto, prima sobre la expresión corporal, un tanto apresurada e instintiva del grito. En la evolución del lenguaje, se nos dice, las palabras son el refinamiento, la perfección de eso que en un principio fue grito.

Gutural es todo aquello que nace de las entrañas. Es la expresión espontánea del dolor, la sorpresa, el miedo, el placer. No necesita sintaxis, gramática, traducción. Acaso la particularidad en la expresión de todas esas gargantas que han gritado desde que la humanidad existe resulta ser en realidad una gran mentira: simbólicamente el grito no conoce tonalidades, avanza en todas direcciones, saltando épocas y culturas con una significación bien definida.

Más que ser un sin sentido, el grito puede interpretarse como lenguaje y expresión subversiva, disruptiva, estandarte universal de aquello que no se puede pero que, no obstante, se quiere decir. Simbolismos aparte, nuestra boca arroja el grito después del largo viaje por la garganta, esófago y pulmones. Sí. Pero podríamos pensar que su camino se gesta en las elucubraciones más hormonales, nerviosas, incluso gástricas de nuestro propio ser. El grito está en la frontera de los pensamientos más racionales, los versos más profundos, los deseos más instintivos y las intenciones más simples, amables, desinteresadas.

Quiero hablar sobre el grito no como un acto meramente fisiológico. Tampoco en su sentido abstracto. Quiero hacer notar las implicaciones que puede abrir la pregunta por el grito en la encrucijada del cuerpo y el pensamiento, así como denunciar la connotación de acto sin sentido que ha primado dentro del universo de lo humano entendido desde su expresión discursiva.

Grito es pedir ayuda, es enarbolar una consigna; primera reacción cuando se llega al mundo, también ante la inminente partida de el. Grito es expresión de gozo y placer. En todas ellas grito es poner nuestra más profunda esencia humana en contacto con el mundo, hacer saber que estamos inmersos en él y que queremos manifestar algo de nosotros en él.

¿Quién, o más bien qué grita desde dentro de nosotros? ¿Gritamos desde el alma, grita la razón, el inconsciente o solo se trata de una vocalización ruidosa en la que el aire pasa a través de las cuerdas vocales con mayor fuerza que la utilizada comúnmente? Haríamos bien en preguntar el origen del grito en su asociación fisiológica y emocional, en ese intento de explicarse, de comunicar al otro esa felicidad, sorpresa, peligro, dolor y placer, pero también en el carácter indeterminado de nuestro ser.

Gritan los simios, los mamíferos. Gritan todos los animales dotados de pulmones. Visto así, el grito humano ¿no tiene nada de especial? Más aún, ¿puede ser el grito algo más que una reacción arracional en el ser humano? En su forma primordial, aquella que no ha cambiado nada desde los hombres nómadas que se refugiaban en cavernas hasta nuestros días ¿el grito está, como en el caso del idiota de Benny Compson “lleno de Ruido y Furia, sin significado alguno”?

En las películas de terror se grita ante la aparición de la criatura monstruosa, del asesino y/o psicópata que viene hacia nosotros. Grito como expresión del temor ante lo desconocido, como alerta ante aquello que atenta contra la preservación instintiva de la vida. Contra aquello que me amenaza.

Pero el grito también pone en aviso, alerta de otra manera. Parte en dos la pretensión positivista, ilustrada, del mundo ordenado, uniforme, pleno de certezas, capaz de ser explicado por vía de la razón, mismo que encuentra en la economía de libre mercado su modelo más exagerado y pervertido. El grito irrumpe en ese pretendido orden de cosas, esa caricatura contemporánea donde se supuestamente se encuentran las claves para resolver todos los problemas sociales del mundo y alcanzar la “vida buena”.

Más que un sin sentido, el grito es la denuncia, el acto de libertad que es al mismo tiempo manifestación del cuerpo que del pensamiento. El grito condensa la representación del cuerpo y el espíritu, no es completamente ninguno de los dos, pues su materia es audible aunque inasible. Escuchamos el grito y sabemos que detrás de él hay un rostro, ciertos gestos, un puño levantado al aire, pero también que existen en él ciertas ideas, un pasado propio, experiencias acumuladas, una memoria llena de imágenes y sueños.

Todo se agolpa en el instante del grito. En él se recupera la dimensión oculta, visceral del hombre, ese desgarramiento que es condición esencial de la vida y que Nietzsche identificaba con lo dionisiaco: esas fuerzas que yacen en las profundidades de nuestro ser, imposibles de ser representadas, y que para poder sobrellevarlas, soportarlas, fueron sublimadas en el arte y la ciencia.

Así como en los Misterios de Eleusis, ceremonia que solo los iniciados podían presenciar (siempre de manera mediada, nunca directa) Dionisio surge de las profundidades de la tierra para traer al mundo ese carácter subterráneo, terrible, donde vida- muerte y destrucción- creación se funden, el grito surge de las profundidades del hombre para significar aquello que no se puede decir, que solo puede ser intuido.

Es importante ahondar en esa coyuntura del cuerpo y el pensamiento: tiene convicción, pues piensa tanto con el estómago como con los sesos. Se sabe terriblemente terrestre, finito, minúsculo como la hormiga. Sabe que aquello que lo provee de vida alguna vez se pudrirá bajo la tierra. Pero también que su destino es, mientras exista, tenderse a volar con su sonido hacia los cielos, de ser creado como espíritu aéreo, inmaterial, eterno, infinito, dispuesto a codearse con el Topos Uranus; con el orden divino de las ideas en sí. Con la verdad. Son los límites que se traspasan continuamente, sin terminar de transgredirse. Su doble naturaleza es apolínea y dionisíaca.

El grito es el vehículo con el cual el hombre se manifiesta y protesta ante las creaciones multiformes que ciertas elites han ideado con el propósito de poblar el mundo de individuos con cabezas cuadradas. Pero también contra la replicación que esos mismos individuos realizan inadvertidamente en sus relaciones cotidianas con sus semejantes, que heredan a su progenie cual funesta Caja de Pandora.

Es ese carácter contestatario, el modo usual de denuncia en manifestaciones multitudinarias de países como el nuestro, donde impera la miseria, la violencia, la corrupción, la riqueza de unos cuantos a costa del sufrimiento de muchos, (mismas que se convierten, en el mejor de los casos, dentro de las versiones oficiales en anecdotario de periódicos, ediciones nocturnas de noticieros ávidos de la carroña nota-que-vende, pero que no abonan nada).

En el grito se expresa el enojo, la frustración, la impotencia, pero también asoma la energía, la voluntad de seguir repitiendo el nombre de los activistas, hijos-padres-primos-amigos perdidos, renovando su memoria, una y otra vez para recordarnos quiénes somos y por qué luchamos… por qué vivimos.

Así, el grito es otra forma de hablar; frente al discurso cotidiano la palabra se dice de otra manera: la hace decir cosas que habitualmente no diría. Se arriesga. El discurso vocal que usamos de ordinario debería aprender del grito su carácter imaginativo, lúdico, ese que usábamos cuando niños, correteándonos por los patios, llamándonos con numerosos nombres, invocando diferentes mundos, multiplicando espacios en donde ante los obtusos ojos adultos no los había. El discurso debe hacerse niño, y gritar.

Verdaderamente el grito es, como nos enseñaron nuestros padres y maestros: una falta de respeto. El que comienza a gritar se aleja de los demás, llama al sin sentido, es un maldito neurótico. Mas esa falta de respeto tiene su carácter propositivo cuando es una falta ante el falso respeto, ante el respeto que en realidad es temor a disgustar, a incomodar. El grito es reprimido, si nos ponemos psicoanalistas, porque pone sobre aviso sobre una parte de nosotros que no debemos dejar salir si es que no queremos meternos en problemas. La ausencia del grito en nuestras vidas es también, aprendemos a creer, garante de que todo esta bien. Cuando se conversa y se escribe solo, en silencio, somos nosotros mismos, estamos en nuestro elemento. Y así con los demás. Pero llega el grito y todo se sale de control. El caos entra por la rendija, o más bien sale disparado como cientos de murciélagos abandonado su cueva.

¿No será más bien que evitamos ver que en la tradición que ha creado perspectivas e ideas, en ese corpus del saber, sobre las cuales a la larga, con el objetivo de fundamentar normas, sociedades e instituciones se han ido perdiendo su carácter abierto, libre, infinito de interpretaciones, para tornarse en meros códigos, manuales, monolitos del pensamiento? Es el uso pervertido, amañado de la palabra, que legitima nociones como Estado-nación, competitividad, progreso, ley de oferta y demanda, como si sobre ellas debiera derivarse el mundo y la vida como un conjunto de axiomas, de postulados lógicos inobjetables, claros y distintos. El uso anquilosado, academicista y erudito de la palabra.

Contra ese uso, que nos roba nuestro lenguaje, puliéndolo hasta dejarlo como piedra preciosa cuando en su centro en realidad se presente como hueco y desdeñable, cual anuncio de cartón a la entrada de un cine, contra ese uso del lenguaje y sus respectivos imaginarios antropológicos y políticos (zoon politikon) que buscan uniformizar al ser humano zombificándolo, quitándole su voluntad propia, es que se debe pensar a la palabra como grito. El grito es una actitud, una forma en la cual a la vez se piensa y se siente.

Decimos del grito que tiene un carácter saludable, porque se alza por encima del mar salado que a veces constituye la palabra viciada y su potestad incuestionable, pero siendo a la vez palabra, aunque con la gran diferencia de que sabe nunca llegará a su total realización, ni pretende un entronizamiento. No se entiende a sí misma como la panacea, o la piedra filosofal destinada a resolver los problemas de la humanidad, terminar con el mal, la pobreza y las enfermedades de una vez por todas. Es una palabra ante todo ingenua, porque no sabe a donde habrá de llegar, porque sabe que el mundo no está hecho de antemano a su medida.  

No obstante, habría que preguntarse si solo es cuestión de gritar y ya. Que esa fuerza subversiva, e imaginante, inmune a los designios imperiales, se impone con solo invocarla. Pero no se trata tampoco del grito que se engancha en la impulsividad del momento, grito mongólico que reniega del propio pensamiento y de sus proyectos. No debe pensarse como un regodearse en el egoísmo de su presente, del mero instante.

La actividad del pensamiento debe plantearse como un grito irrumpiendo en tranquilidad de la noche, sí, pero no como una actividad irresponsable, que solo busque llamar la atención, negándolo todo, provocando a todo el que se le ponga el frente nada más por que si. Es el llamado a reconsiderar lo que hacemos cotidianamente, recomenzar con voz propia, atendiendo a las otras voces de las que también somos parte, grito que cobra su propósito cuando se reconoce en sus distintas manifestaciones, en las otras gargantas que exclaman sobre la calle, dentro de las casas, en los campos, al igual que él.

El grito del cual hablo no es el grito testarudo, obcecado, sino aquel que escribe e imagina: aquel que crea y recrea sentidos acompañado de voces en calma, y también del silencio. El reto de hacer hablar a la palabra como grito es saber cuándo y cómo. Pues a final de cuentas, es otra forma de dialogar, desde las trincheras del pensamiento y el cuerpo, una actitud refrescante frente al mundo, frente a los otros, incorporando esa otra palabra que nos constituye desde el principio de los tiempos: la vida.

Escribir con el grito resultaría así (en tanto actividad comprometida con la palabra en una nueva actitud), ante todo, intentar expresar la vida de manera más plena de sentidos. Vivir.




10 de abril de 2013




En la anquilosada sabiduría del líder de la tribu, subsistían ciertas corrientes subterráneas, riachuelos diminutos, goteras de su alma magnífica. Pocos advirtieron la necesidad de peregrinar en su búsqueda. La mayoría se detenían distraídamente para admirar su meditación, escuchar perplejos los aforismos que pronunciaba cada mañana mientras paseaba por el pueblo.

Cuando el líder cayó presa de una fiebre contraída en algún punto de su longevidad centenaria, esa mayoría se limitó a elogiar la fuerza, entereza y coraje de espíritu que había conservado hasta sus últimos momentos de vida. Sólo un chiquillo al que todos creían estúpido, notó la sonrisa de alivio esbozada por el viejo al momento de expirar. 

Como un chiste que nadie más podría volver a escuchar. Mucho menos a comprender.




7 de abril de 2013





Hubiera preferido la cálida senda diurna
Jugando con nuestros pies cansados.

Que extraña es la noche de calles vacías.
Se perciben desde el autobús ecos y sombras

Fíjate bien. En aquella esquina no hay nada ni nadie.
No hay nada ni nadie.





30 de marzo de 2013



Hace ya mucho tiempo, cuando era niño, la imagen lo era todo para mí. Amaba el dibujo, el simple hecho de tomar un lápiz y trazar contornos en una hoja de papel en blanco, constituía para mí un gran placer. 

Recuerdo que todo comenzó al contemplar maravillado las ilustraciones de una serie de libros sobre temas científicos editados por la revista Time propiedad de mi abuelo: esquemas de la mente humana, de moléculas, dibujos del cuerpo humano donde se señalaban las glándulas y los órganos internos; edificios monumentales, cohetes espaciales de las diferentes misiones lunares, naves interplanetarias que se especulaba serían construidas en un futuro lejano, planetas, constelaciones, dinosaurios reconstruidos por la imaginación de artistas.

Gran parte del mundo estaba contenido en aquellos dibujos, desde lo minúsculo hasta lo majestuoso, y lo más asombroso es que cabía todo en unas cuantas páginas, que podía aparecer ante mis ojos cuando yo sacaba uno de los volúmenes del librero y los desplegaba sobre la alfombra de la sala.

Podía pasarme horas enteras examinando aquellas imágenes, deleitándome detalle por detalle, construyendo experiencias ficticias, relacionándolo (o intentando) con mi propia vida, con mis limitadas experiencias de niño que no salía de casa en todo el día.

Eso y lo que encontraba en la pequeña vecindad donde vivía, rodeado de árboles frutales, gatos corriendo libres por los tejados de cartón de las casas, el cuidado sobreprotector de mis padres y abuelos, las extrañas arrugas y pelo largo, cano como estropajo de una tía abuela cuyos ojos eran tan líquidos como el agua.

Mi soledad de juguetes de plástico, regados en el piso del patio; las caricaturas y películas que veía en televisión; los sonidos de canciones infantiles... Toda la infinita variedad tenía que caber en la hoja de papel, todo ser reproducido en la limitada pero siempre nueva superficie en blanco.

De alguna manera fueron tomando forma esos trazos irregulares, producto de la continua inquietud, del tiempo deslizándose con calma bajo la porción de cielo de que disponía. Repentinamente alguien, sin que yo supiera por qué, se fijo en ellos con cuidado, y como si acabara de hacer un descubrimiento asombroso, dijo: "Mira que bonito dibujó Cachito al gato. ¡Le quedó muy bien!"

Ya no era mi mundo solamente, había entrado en contacto con la visión de los demás, aquellas personas adultas que me rodeaban me reconocían una habilidad vedada para ellos: yo podía "hacer" mundo de lo que ellos solo podían ver.

Percatado de aquel fenómeno tan extraño, me sumí en un súbito terror. Noches de insomnio, que coincidieron con la mudanza obligada a una cama propia por el nacimiento de mi hermana, dejé de ver a los plumones, crayones y lápices de colores que guardaba en una vieja caja de galletas de la misma forma.

Un cambio repentino se había operado en mí. Tenía tan solo seis años.





¿Para qué leemos? ¿Leemos para ser felices, por que creemos que eso nos hará más inteligentes, más cultos, más preparados para la vida, por qué así nos inculcaron nuestros padres o algún profesor? ¿O nada más por qué sí?

Confieso que a veces cuando termino de leer una novela, ensayo, cuento o poesía, me invade una infinita tristeza. Esa sensación placentera persiste en mi ser todavía, pero algo también me impele a alejarme del mundo, como si en él no pudiera encontrar algo que me devuelva a ese estado de fascinación, de sorpresa provocada por mi lectura anterior.

 Quiero volver a esa dinámica de imaginación, de creación de mundo y significados, pero necesito pasar también a la relajación, a un estado de abandono, de recobar fuerzas, como después del acto sexual. Si me acercaran otro libro en ese momento, largamente añorado por mí días antes y me pidieran leerlo, seguramente lo aborrecería. ¿Cómo describir aquello?