30 de marzo de 2013



Hace ya mucho tiempo, cuando era niño, la imagen lo era todo para mí. Amaba el dibujo, el simple hecho de tomar un lápiz y trazar contornos en una hoja de papel en blanco, constituía para mí un gran placer. 

Recuerdo que todo comenzó al contemplar maravillado las ilustraciones de una serie de libros sobre temas científicos editados por la revista Time propiedad de mi abuelo: esquemas de la mente humana, de moléculas, dibujos del cuerpo humano donde se señalaban las glándulas y los órganos internos; edificios monumentales, cohetes espaciales de las diferentes misiones lunares, naves interplanetarias que se especulaba serían construidas en un futuro lejano, planetas, constelaciones, dinosaurios reconstruidos por la imaginación de artistas.

Gran parte del mundo estaba contenido en aquellos dibujos, desde lo minúsculo hasta lo majestuoso, y lo más asombroso es que cabía todo en unas cuantas páginas, que podía aparecer ante mis ojos cuando yo sacaba uno de los volúmenes del librero y los desplegaba sobre la alfombra de la sala.

Podía pasarme horas enteras examinando aquellas imágenes, deleitándome detalle por detalle, construyendo experiencias ficticias, relacionándolo (o intentando) con mi propia vida, con mis limitadas experiencias de niño que no salía de casa en todo el día.

Eso y lo que encontraba en la pequeña vecindad donde vivía, rodeado de árboles frutales, gatos corriendo libres por los tejados de cartón de las casas, el cuidado sobreprotector de mis padres y abuelos, las extrañas arrugas y pelo largo, cano como estropajo de una tía abuela cuyos ojos eran tan líquidos como el agua.

Mi soledad de juguetes de plástico, regados en el piso del patio; las caricaturas y películas que veía en televisión; los sonidos de canciones infantiles... Toda la infinita variedad tenía que caber en la hoja de papel, todo ser reproducido en la limitada pero siempre nueva superficie en blanco.

De alguna manera fueron tomando forma esos trazos irregulares, producto de la continua inquietud, del tiempo deslizándose con calma bajo la porción de cielo de que disponía. Repentinamente alguien, sin que yo supiera por qué, se fijo en ellos con cuidado, y como si acabara de hacer un descubrimiento asombroso, dijo: "Mira que bonito dibujó Cachito al gato. ¡Le quedó muy bien!"

Ya no era mi mundo solamente, había entrado en contacto con la visión de los demás, aquellas personas adultas que me rodeaban me reconocían una habilidad vedada para ellos: yo podía "hacer" mundo de lo que ellos solo podían ver.

Percatado de aquel fenómeno tan extraño, me sumí en un súbito terror. Noches de insomnio, que coincidieron con la mudanza obligada a una cama propia por el nacimiento de mi hermana, dejé de ver a los plumones, crayones y lápices de colores que guardaba en una vieja caja de galletas de la misma forma.

Un cambio repentino se había operado en mí. Tenía tan solo seis años.





¿Para qué leemos? ¿Leemos para ser felices, por que creemos que eso nos hará más inteligentes, más cultos, más preparados para la vida, por qué así nos inculcaron nuestros padres o algún profesor? ¿O nada más por qué sí?

Confieso que a veces cuando termino de leer una novela, ensayo, cuento o poesía, me invade una infinita tristeza. Esa sensación placentera persiste en mi ser todavía, pero algo también me impele a alejarme del mundo, como si en él no pudiera encontrar algo que me devuelva a ese estado de fascinación, de sorpresa provocada por mi lectura anterior.

 Quiero volver a esa dinámica de imaginación, de creación de mundo y significados, pero necesito pasar también a la relajación, a un estado de abandono, de recobar fuerzas, como después del acto sexual. Si me acercaran otro libro en ese momento, largamente añorado por mí días antes y me pidieran leerlo, seguramente lo aborrecería. ¿Cómo describir aquello?