4 de noviembre de 2017



Mamá tenía un concepto muy extraño sobre la violencia, al menos en lo que concernía a los programas de televisión en los años noventa. Yo era un niño pequeño, que contaba con cinco o seis años a lo mucho, asiduo a ver la programación del canal 5 cuando regresaba de la escuela primaria. 

Mi serie favorita era sin duda Power Rangers*, que hablaba sobre un grupo de adolescentes que defendían al mundo de repugnantes monstruos extraterrestres enviados por una villana con ansias de conquista mundial, combatiendo cuerpo a cuerpo primero, y una vez que las cosas se complicaban, a bordo de un robot gigante.

Para quien no ha visto dicho programa le hago un pequeño resumen: los capítulos apenas se diferenciaban los unos de los otros, repitiendo la fórmula de "llega monstruo-hace destrozos-los héroes se reúnen-combate-monstruo aumenta de tamaño y se hace gigante-héroes a bordo de naves-forman robot gigante-combaten-triunfa el bien". Había espacio, eso sí, para el drama, el romance, el humor, y sobre todas las cosas, para la acción. 

Los combates entre megazord, que era como se llamaba el robot gigante formado por la unión de distintos robots piloteados cada uno por un ranger (el alter ego enmascarado y enfundado en un vistoso traje a cuerpo completo de los adolescentes justicieros), y el monstruo (cada uno de los cuales tenía apariencia y habilidad distintas), eran el cénit del capítulo. 



La ciudad como campo de batalla, el intercambio de golpes, las luces y la pirotecnia producto de los ataques (¿mágicos, tecnológicos?), así como los cambios de planos para ver lo que sucedía a los alrededores, con un tema musical trepidante de fondo, eran motivos que se repetían capítulo tras capítulo, suficientes para conformar un entretenimiento que me mantenía inmóvil frente a la televisión por media hora, cinco días a la semana.

Nada sabía yo de que aquello era un refrito gringo de programas japoneses, en este caso de Ultraman y el género Kaiju, al que pertenecen Godzilla y otros monstruos de proporciones titánicas. Y aunque lo hubiera sabido no hubiera hecho gran diferencia, porque para mí, que no era exigente en cuanto a tramas narrativas y efectos especiales, era grandioso el despliegue multicolor de héroes y villanos que se reanudaba cada día frente a mis ojos al llegar la hora de un nuevo capítulo.

Pero mamá no comprendía que detrás de mi entusiasmo por la lucha de bien y mal de aquel programa había algo burdo, grotesco si se quiere, pero a final de cuentas mera teatralidad inofensiva. 

Por el contario, ella prefería emitir sus juicios en base a lo que ella creía que era todo aquello: violencia gratuita y sin sentido, capaz de transtornar a su primogénito y producirle pesadillas que lo acosarían durante sus tiernos años de infancia. En pocas palabras, se tomaba todo aquello demasiado en serio.

Cuando no se hallaba ocupada por los quehaceres cotidianos (que eran muchos) en el momento que transmitían la serie, y apenas se percataba que yo la veía, mi madre se acercaba a la televisión, y sin decir palabra apagaba el aparato, invitándome con una mirada que no admitía réplica alguna a salir a jugar al patio, o bien quedarme ahí en casa en compañía de mis juguetes... pero sin ver Power Rangers.

Y yo sufría verdaderamente, porque tendría que perderme un nuevo despliegue de fuerza, valor y combate de mis héroes enmascarados, que sentía tan cercanos a mí, aunque no tuviera nada que ver con ellos (yo, secretamente, albergaba deseos de poder ser el líder ranger, al igual que todos los niños de mi edad en ese entonces).

Sobra decir que los Power Rangers eran lo menos belicoso de una barra vespertina de caricaturas y series transmitidas en el canal 5, pero eso mi madre no lo sabía, ni estaba dispuesta a escuchar explicaciones de un niño pequeño, de sentarse a observar detenidamente toda la programación, hacer una comparativa y sopesar qué de todo era conveniente y qué no. 

Porque ¿qué porcentaje de madres está dispuesta a permanecer por su propia voluntad viendo caricaturas y series para niños al menos por media hora diaria en televisión? Máxime cuando, como ya he dicho, apenas si se daba abasto con los quehaceres hogareños.

Fue hasta que, años después, cuando los canones de mamá se habían vuelto más flexibles, y quizá porque su hijo había crecido lo suficiente como para dejar de creer en monstruos o fantasmas, de tener tantas pesadillas por las noches y, sobre todo, de sentirse menos solitario por tener una hermanita, volví a sentir el mismo delirio por un programa televisivo, ahora sí con la anuencia materna. Se trataba de Dragon Ball Z, una serie animada que se tramitía diariamente a las ocho de la noche, también por el canal 5.

Otra vez se trataba de una historia surgida del país del sol naciente, aunque ahora sin intermediarios gringos que suavizaran los pormenores del combate, pues en este caso sí había sangre y muertes incluidas (en Power Rangers, cuando un monstruo era vencido, simplemente explotaba, sin dejar rastro alguno que delatara la violencia de dicho acto), con la violencia gratuita ocupando un espacio predominante en la trama y dejando mucho menos espacio para el humor, romance o cualquier otra cosa que no fuera pelear. 

Y estas notorias diferencias, que hubieran horrorizado todavía más que con Power Rangers a mi mamá cuando yo tenía cinco años, ¿eran de su total conocimiento? Yo creo que no. Para mi fortuna, quizás ahora sucedía el caso contrario en su modo de actuar. ¿Qué lo produjo? No lo sé. Lo que no había cambiado era la manera en que esa nueva serie capturaba diariamente mi atención, llenando mis días de emoción y entretenimiento.

Pero la del alienígena con cola de mono que defiende a su planeta adoptivo de criaturas despiadadas utilizando técnicas grandilocuentes basadas levemente en las artes marciales, es una historia que merece tener su relato aparte.


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* Me refiero aquí a Mighty Morphin Power Rangers (1993-1995), serie de la que se sucederían nuevas versiones que nunca alcanzaron el impacto mediático que la primera produjo entre el público televisivo.

21 de octubre de 2017


Me cuenta una serie de cosas en las que apenas si pongo atención, porque yo lo que quiero es llegar a casa, meterme a la cama y masturbarme pensando en sus senos, ese par de promontorios que hacen las delicias de mis más profundos deseos. Pero, ¡ay!, soy un adolescente poco atractivo, con mi corte de cabello escolar, rostro grasoso y baja autoestima. Si hoy salimos al cine fue porque ella me buscó, quizá por nostalgia del compañero de clase conocido en la primaria, confidente por mucho tiempo de sus vivencias cotidianas. Y me martilla el pensamiento de que yo no soy el intrépido muchacho que se atrevería a robarle un beso, a tomarla de la mano mientras diga cumplidos simples como qué bonita te ves hoy, me gusta mucho salir contigo, ¿nunca te he dicho que eres la niña más linda que conozco? Por el contrario, no sé qué hacer ni qué decir, percatado de que ella me percibe como lo que realmente soy: el tímido adolescente con un absurdo bigote, que no sabe vestirse bien; un "niñito de mamá", en pocas palabras. Si supiera que por las noches, encerrado en mi habitación me convierto en hombre, con las paredes como mudos testigos de mi ascensión; arropado por mis ensoñaciones, mi nave dirigida por el enhiesto mástil que surca las aguas de la hombría; insignias todas como viva muestra de que soy alguien distinto al que ahora aparece  ante ella: este yo tan niño, flacucho y de voz aflautada que no sabe dónde esconder la cara. Ella está tan segura, porque es bellísima. A pesar de que sus cejas, mejillas y labios danzan continuamente, lo hacen siguiendo un patrón, como una armonía que la naturaleza fijó sabiamente para que admiráramos el género humano. Y yo me siento afortunado de tener ese espectáculo frente a mí, redondeado por su cabello-hierba fresca cayendo sobre sus hombros, la blusa como el firmamento en que me gustaría unir constelaciones utilizando las yemas de los dedos, piernas que son las columnas de Hércules, más allá de las cuales se encuentra lo desconocido. Pasamos varias calles a bordo del camión. Ni siquiera tenemos asiento. Mejor así. Me gusta alternar entre su imagen y la de la tarde cayendo frente a nosotros, deslizada por las ventanas, con esas luces artificiales de la calle en tránsito continuo. "Fugacidad, ella escapa de ti", me digo.