1 de mayo de 2013

El grito no es sin sentido (o como la palabra debe aprender a gritar)





La propia experiencia cotidiana parece indicarnos que la palabra, bien articulada, estructurada en forma de discurso ordenado, claro y distinto, prima sobre la expresión corporal, un tanto apresurada e instintiva del grito. En la evolución del lenguaje, se nos dice, las palabras son el refinamiento, la perfección de eso que en un principio fue grito.

Gutural es todo aquello que nace de las entrañas. Es la expresión espontánea del dolor, la sorpresa, el miedo, el placer. No necesita sintaxis, gramática, traducción. Acaso la particularidad en la expresión de todas esas gargantas que han gritado desde que la humanidad existe resulta ser en realidad una gran mentira: simbólicamente el grito no conoce tonalidades, avanza en todas direcciones, saltando épocas y culturas con una significación bien definida.

Más que ser un sin sentido, el grito puede interpretarse como lenguaje y expresión subversiva, disruptiva, estandarte universal de aquello que no se puede pero que, no obstante, se quiere decir. Simbolismos aparte, nuestra boca arroja el grito después del largo viaje por la garganta, esófago y pulmones. Sí. Pero podríamos pensar que su camino se gesta en las elucubraciones más hormonales, nerviosas, incluso gástricas de nuestro propio ser. El grito está en la frontera de los pensamientos más racionales, los versos más profundos, los deseos más instintivos y las intenciones más simples, amables, desinteresadas.

Quiero hablar sobre el grito no como un acto meramente fisiológico. Tampoco en su sentido abstracto. Quiero hacer notar las implicaciones que puede abrir la pregunta por el grito en la encrucijada del cuerpo y el pensamiento, así como denunciar la connotación de acto sin sentido que ha primado dentro del universo de lo humano entendido desde su expresión discursiva.

Grito es pedir ayuda, es enarbolar una consigna; primera reacción cuando se llega al mundo, también ante la inminente partida de el. Grito es expresión de gozo y placer. En todas ellas grito es poner nuestra más profunda esencia humana en contacto con el mundo, hacer saber que estamos inmersos en él y que queremos manifestar algo de nosotros en él.

¿Quién, o más bien qué grita desde dentro de nosotros? ¿Gritamos desde el alma, grita la razón, el inconsciente o solo se trata de una vocalización ruidosa en la que el aire pasa a través de las cuerdas vocales con mayor fuerza que la utilizada comúnmente? Haríamos bien en preguntar el origen del grito en su asociación fisiológica y emocional, en ese intento de explicarse, de comunicar al otro esa felicidad, sorpresa, peligro, dolor y placer, pero también en el carácter indeterminado de nuestro ser.

Gritan los simios, los mamíferos. Gritan todos los animales dotados de pulmones. Visto así, el grito humano ¿no tiene nada de especial? Más aún, ¿puede ser el grito algo más que una reacción arracional en el ser humano? En su forma primordial, aquella que no ha cambiado nada desde los hombres nómadas que se refugiaban en cavernas hasta nuestros días ¿el grito está, como en el caso del idiota de Benny Compson “lleno de Ruido y Furia, sin significado alguno”?

En las películas de terror se grita ante la aparición de la criatura monstruosa, del asesino y/o psicópata que viene hacia nosotros. Grito como expresión del temor ante lo desconocido, como alerta ante aquello que atenta contra la preservación instintiva de la vida. Contra aquello que me amenaza.

Pero el grito también pone en aviso, alerta de otra manera. Parte en dos la pretensión positivista, ilustrada, del mundo ordenado, uniforme, pleno de certezas, capaz de ser explicado por vía de la razón, mismo que encuentra en la economía de libre mercado su modelo más exagerado y pervertido. El grito irrumpe en ese pretendido orden de cosas, esa caricatura contemporánea donde se supuestamente se encuentran las claves para resolver todos los problemas sociales del mundo y alcanzar la “vida buena”.

Más que un sin sentido, el grito es la denuncia, el acto de libertad que es al mismo tiempo manifestación del cuerpo que del pensamiento. El grito condensa la representación del cuerpo y el espíritu, no es completamente ninguno de los dos, pues su materia es audible aunque inasible. Escuchamos el grito y sabemos que detrás de él hay un rostro, ciertos gestos, un puño levantado al aire, pero también que existen en él ciertas ideas, un pasado propio, experiencias acumuladas, una memoria llena de imágenes y sueños.

Todo se agolpa en el instante del grito. En él se recupera la dimensión oculta, visceral del hombre, ese desgarramiento que es condición esencial de la vida y que Nietzsche identificaba con lo dionisiaco: esas fuerzas que yacen en las profundidades de nuestro ser, imposibles de ser representadas, y que para poder sobrellevarlas, soportarlas, fueron sublimadas en el arte y la ciencia.

Así como en los Misterios de Eleusis, ceremonia que solo los iniciados podían presenciar (siempre de manera mediada, nunca directa) Dionisio surge de las profundidades de la tierra para traer al mundo ese carácter subterráneo, terrible, donde vida- muerte y destrucción- creación se funden, el grito surge de las profundidades del hombre para significar aquello que no se puede decir, que solo puede ser intuido.

Es importante ahondar en esa coyuntura del cuerpo y el pensamiento: tiene convicción, pues piensa tanto con el estómago como con los sesos. Se sabe terriblemente terrestre, finito, minúsculo como la hormiga. Sabe que aquello que lo provee de vida alguna vez se pudrirá bajo la tierra. Pero también que su destino es, mientras exista, tenderse a volar con su sonido hacia los cielos, de ser creado como espíritu aéreo, inmaterial, eterno, infinito, dispuesto a codearse con el Topos Uranus; con el orden divino de las ideas en sí. Con la verdad. Son los límites que se traspasan continuamente, sin terminar de transgredirse. Su doble naturaleza es apolínea y dionisíaca.

El grito es el vehículo con el cual el hombre se manifiesta y protesta ante las creaciones multiformes que ciertas elites han ideado con el propósito de poblar el mundo de individuos con cabezas cuadradas. Pero también contra la replicación que esos mismos individuos realizan inadvertidamente en sus relaciones cotidianas con sus semejantes, que heredan a su progenie cual funesta Caja de Pandora.

Es ese carácter contestatario, el modo usual de denuncia en manifestaciones multitudinarias de países como el nuestro, donde impera la miseria, la violencia, la corrupción, la riqueza de unos cuantos a costa del sufrimiento de muchos, (mismas que se convierten, en el mejor de los casos, dentro de las versiones oficiales en anecdotario de periódicos, ediciones nocturnas de noticieros ávidos de la carroña nota-que-vende, pero que no abonan nada).

En el grito se expresa el enojo, la frustración, la impotencia, pero también asoma la energía, la voluntad de seguir repitiendo el nombre de los activistas, hijos-padres-primos-amigos perdidos, renovando su memoria, una y otra vez para recordarnos quiénes somos y por qué luchamos… por qué vivimos.

Así, el grito es otra forma de hablar; frente al discurso cotidiano la palabra se dice de otra manera: la hace decir cosas que habitualmente no diría. Se arriesga. El discurso vocal que usamos de ordinario debería aprender del grito su carácter imaginativo, lúdico, ese que usábamos cuando niños, correteándonos por los patios, llamándonos con numerosos nombres, invocando diferentes mundos, multiplicando espacios en donde ante los obtusos ojos adultos no los había. El discurso debe hacerse niño, y gritar.

Verdaderamente el grito es, como nos enseñaron nuestros padres y maestros: una falta de respeto. El que comienza a gritar se aleja de los demás, llama al sin sentido, es un maldito neurótico. Mas esa falta de respeto tiene su carácter propositivo cuando es una falta ante el falso respeto, ante el respeto que en realidad es temor a disgustar, a incomodar. El grito es reprimido, si nos ponemos psicoanalistas, porque pone sobre aviso sobre una parte de nosotros que no debemos dejar salir si es que no queremos meternos en problemas. La ausencia del grito en nuestras vidas es también, aprendemos a creer, garante de que todo esta bien. Cuando se conversa y se escribe solo, en silencio, somos nosotros mismos, estamos en nuestro elemento. Y así con los demás. Pero llega el grito y todo se sale de control. El caos entra por la rendija, o más bien sale disparado como cientos de murciélagos abandonado su cueva.

¿No será más bien que evitamos ver que en la tradición que ha creado perspectivas e ideas, en ese corpus del saber, sobre las cuales a la larga, con el objetivo de fundamentar normas, sociedades e instituciones se han ido perdiendo su carácter abierto, libre, infinito de interpretaciones, para tornarse en meros códigos, manuales, monolitos del pensamiento? Es el uso pervertido, amañado de la palabra, que legitima nociones como Estado-nación, competitividad, progreso, ley de oferta y demanda, como si sobre ellas debiera derivarse el mundo y la vida como un conjunto de axiomas, de postulados lógicos inobjetables, claros y distintos. El uso anquilosado, academicista y erudito de la palabra.

Contra ese uso, que nos roba nuestro lenguaje, puliéndolo hasta dejarlo como piedra preciosa cuando en su centro en realidad se presente como hueco y desdeñable, cual anuncio de cartón a la entrada de un cine, contra ese uso del lenguaje y sus respectivos imaginarios antropológicos y políticos (zoon politikon) que buscan uniformizar al ser humano zombificándolo, quitándole su voluntad propia, es que se debe pensar a la palabra como grito. El grito es una actitud, una forma en la cual a la vez se piensa y se siente.

Decimos del grito que tiene un carácter saludable, porque se alza por encima del mar salado que a veces constituye la palabra viciada y su potestad incuestionable, pero siendo a la vez palabra, aunque con la gran diferencia de que sabe nunca llegará a su total realización, ni pretende un entronizamiento. No se entiende a sí misma como la panacea, o la piedra filosofal destinada a resolver los problemas de la humanidad, terminar con el mal, la pobreza y las enfermedades de una vez por todas. Es una palabra ante todo ingenua, porque no sabe a donde habrá de llegar, porque sabe que el mundo no está hecho de antemano a su medida.  

No obstante, habría que preguntarse si solo es cuestión de gritar y ya. Que esa fuerza subversiva, e imaginante, inmune a los designios imperiales, se impone con solo invocarla. Pero no se trata tampoco del grito que se engancha en la impulsividad del momento, grito mongólico que reniega del propio pensamiento y de sus proyectos. No debe pensarse como un regodearse en el egoísmo de su presente, del mero instante.

La actividad del pensamiento debe plantearse como un grito irrumpiendo en tranquilidad de la noche, sí, pero no como una actividad irresponsable, que solo busque llamar la atención, negándolo todo, provocando a todo el que se le ponga el frente nada más por que si. Es el llamado a reconsiderar lo que hacemos cotidianamente, recomenzar con voz propia, atendiendo a las otras voces de las que también somos parte, grito que cobra su propósito cuando se reconoce en sus distintas manifestaciones, en las otras gargantas que exclaman sobre la calle, dentro de las casas, en los campos, al igual que él.

El grito del cual hablo no es el grito testarudo, obcecado, sino aquel que escribe e imagina: aquel que crea y recrea sentidos acompañado de voces en calma, y también del silencio. El reto de hacer hablar a la palabra como grito es saber cuándo y cómo. Pues a final de cuentas, es otra forma de dialogar, desde las trincheras del pensamiento y el cuerpo, una actitud refrescante frente al mundo, frente a los otros, incorporando esa otra palabra que nos constituye desde el principio de los tiempos: la vida.

Escribir con el grito resultaría así (en tanto actividad comprometida con la palabra en una nueva actitud), ante todo, intentar expresar la vida de manera más plena de sentidos. Vivir.




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