Este minuto de
angustia es más valioso que todos los otros, existentes en mí, ya finiquitados.
Las mismas estaciones donde días atrás varios se arrojaron, dispuestos a
terminar todo, quien sabe si anhelantes de una segunda, mejor oportunidad. Es
difícil pensar en otra cosa cuando todo te cubre de golpe, desde dentro hacia
fuera. No hay nubes negras, tampoco rostros delirantes. Solamente esta
angustia, como un dolor punzante y persistente, que no permite pensar en nada.
Las imágenes se agolpan con furia, y deseas que termine de una vez por todas
aquel torrente. Cortar de tajo este estado, con lo que esté disponible a la
mano. El silencio adquiere un cariz sanador, se vuelve una obsesión. Una vez
ahí, ya no hay vuelta atrás.
Carla se acordó
de todos los días que su madre le preparó el almuerzo: el trastecito color
lila, tantas veces ocupado por sándwiches y ensaladas. ¿Dónde estaría ahora? Se
mudó hace tantos años de la casa materna, y ahora tenía ganas de volver. Llegaría
directamente a preguntarle “¿y mi trastecito lila mamá? ¿Todavía lo tienes?”
Sí, seguro lo conservaba. Guardado en la alacena blanca, acompañado de otros
enseres. Proyectaba la imagen de los trastes ordenados, en hilera, limpios.
Quietud, la primera en muchos años. Luego se arrojó.
Me asomo por la
ventana tratando de ver a las personas que esperan en la otra dirección. Están
despreocupadas, como si supieran todo de antemano. Si alguien les dijera que
mañana sucederá algo fatal en sus vidas, se trastornarían de inmediato. Pero
volverían a la normalidad de inmediato.
Yo las envidio.
Saludo con desdén al guardia de seguridad de la entrada. Anoche me dormí
pensando en la muerte, y ahí sigo. Mañana en el cine seguramente olvidaré todo,
abrazado de Miranda. Pero hoy está todo muy confuso.
En los
periódicos siempre se muestran discretos con los suicidios. Ocupan un espacio
bastante pequeño en comparación con otras notas, como aquellas que hablan de
los asesinatos a sangre fría, los accidentes, los secuestros. Apenas unos
cuantos detalles, casi nula información sobre el finado. Alguna conjetura, muy
superficial.
Concretamente
recuerdo a Alan, un amigo mío de preparatoria. El se suicidó hace unos años.
Cuando pienso en su rostro intranquilo, contenido, pienso en el dolor que
provocan los recuerdos. Es una asociación peligrosa. Y sin embargo notablemente
clara. Los años pasan a nuestro alrededor, destruyéndonos poco a poco. Es
inevitable la muerte, paulatina, nadie puede escaparse a ella. Pero él quiso
enfrentarla de una buena vez. Para muchos alteró “el ciclo natural de las
cosas”. Mi teoría es que el suicidio resulta horrendo porque pone en aviso algo
que debe ser espontáneo, sorpresivo. Pero, ¿alterar el ciclo? Trajo la muerte a
su vida, punto. Murió.
Tecleo con
fuerza, miro al monitor. Los ojos me duelen, estoy enfrascado en mis
ocupaciones. Nada me distrae. La mente trabaja a dos niveles, maldita sea. La
atmósfera está enrarecida, hay una incomodidad. Será el calor. O simplemente
son ideas mías.
Sabíamos que sufría,
pero no nos imaginamos un desenlace como aquel. No acudí al funeral. No era tan
cercano. Otros amigos si lo conocían más a fondo. Su perfil de la red social se
llenó de mensajes póstumos. Había de todo: enojo, tristeza, dolor. Sorpresa.
Mucha sorpresa.
Contemplo los
rieles, tan inofensivos, no parece que a través de ellos fluya la corriente
eléctrica. Si por accidente me cayera sobre ellos, me electrocutaría. Seguro
moriría en unos segundos. Antes de que pasara el tren, sin violencia. Tal vez
se detendría. Recogerían mi cadáver en unos minutos. Y ya.
No quise
hacerles preguntas. Cosas como ¿cuál fue el motivo? ¿Cómo lo hizo…? Los días y
noches siguientes no pude dormir. Pensaba y pensaba en su desaparición. En el
instante en que dejó salir su último respiro. Y después solo un montón de
carne. Sin misterios, sin sueños, sin imágenes. Todo se detiene para siempre.
Un mundo de significados se desintegra, irremplazable. En ese instante algo de
nosotros se murió para siempre: lo que de nosotros conocía Alan. Nos arrebató
una perspectiva de nuestra existencia. Sin nuestro permiso. Pero, aunque
siguiera existiendo, ¿qué importa? ¿Qué importa su muerte para nosotros, hoy y
de ahora en adelante?
Llego a casa en
la noche. Hay una oscuridad y silencio casi completos. Mis tripas gruñen. Tengo
hambre desde hace varias horas. Mis piernas, ojos y espalda acusan cansancio.
Me comunican su vida. Son más fuertes que mis pensamientos, que apenas surcan
por mi mente se desvanecen. Esos que se despiden de mí ser con sutileza. No hay
ceremonial, simplemente se van. No obstante, sigo siendo el mismo.
Tuve la idea,
hace algunos meses, de hacer un álbum de recortes de periódico. Su contenido,
quizás desagradable para algunos. Suicidios. Desistí. Solo logre juntar unos
cuantos pedacitos. Los buscaré. Tengo ganas de leerlos.
Y otra vez en la
cama, tratando de dormir. Contemplo el librero de mi habitación, sin poner
atención en sus formas. Algo se dibuja dentro de mí, pero no quiero que siga.
En unos minutos dormiré, pero ahora estoy inquieto. Trato de pensar en lo que
haré mañana.
Eso siempre ayuda. De pronto ya estaré en otras cosas.
Los dos
psiquiatras que me atendieron, muy serios pero amables, escuchaban todo con
atención. Ellos, ¿alguna vez…? Seguramente. ¿Qué pensaban en aquellas noches?
¿Se imaginaron que atenderían a muchachitos deprimidos en el futuro? Dejé de
asistir un día, sin motivo. De alguna forma me sentí mejor. Hay crónicas de eso
en algunas hojas de cuaderno. Pero nada más. No quiero dar testimonio de lo que
sentía por aquellos días. Es mejor olvidarlo porque ¿a quién ayuda?
Nunca termine
una historia ideada hace varios años sobre un par de amigos, uno de los cuales
se suicidaba. El título era bastante rebuscado. Algunos párrafos, y ya. Como
muchas otras cosas que empiezo y nunca termino.
Quisiera estar
contigo en estos momentos. Abrazado a tu cuerpo. Sentir que no hay nada más en
este mundo. Vivir para siempre juntos, lejos del mundo. Que egoísta. Que
grotesco. Es una idea romántica bastante enferma. El contraste no ayuda.
Entre ayer y hoy
varias sensaciones. Nada nuevo, me pasaría igual si estuviera de vacaciones,
fuera de casa. De niño era muy callado, no tenía muchos amigos. El único que
tenía era un primo cercano. Pero no jugábamos mucho. Casi todo el tiempo estuve
solo. Y eso no ha cambiado mucho que digamos.
En mis sueños
hay lugares que en verdad existen, acontecen cosas que no recuerdo al día
siguiente. Solo quedan sensaciones, que de tan vívidas me inquietan. Seguro ya
lo pensó un escritor: el sueño es la puerta a otra vida, un vaso comunicante a
un yo alterno, que en esos momentos vive en alguna parte del universo. Nos
colamos a flashbacks de su propia vida, por eso al día siguiente no entendemos
nada. Solo lo haríamos de ser él mismo.
Por otra parte, el
único velorio al que he asistido es al de mi abuela Sandra. Ninguno más. Ni
falta hace. Ella murió de cáncer. Fue una muerte lentamente anunciada, todo lo
contrario a la de Alan. Los pongo como polos opuestos, cuando en realidad son
personas, no sirven de modelos para nada. Vivieron, murieron, con circunstancias
personales que de tan distintas se pierden en una heterogeneidad de la cual
nunca pude conocer ni una milésima parte. Pero están en mis pensamientos.
Cuando recuerdo la muerte, ahí están. Cercanos, danzantes, como si estuvieran
vivos aún.
“Y si las cosas
salen mal” pienso. “Y si las cosas salen mal”, seré pronto uno de ellos. Acaso
alguien pensara en mí. Seré un modelo cuando otro piense en la muerte, pero yo
no estaré ahí. Será mi tragedia: un anuncio en el periódico sobre un fatídico
accidente, algún impulso adolescente, estar en el lugar y tiempo equivocados.
Fuera de toda teorización, de toda vivencia.
Los últimos días
de mi abuela son los recuerdos más dolorosos de mi vida. Creí que podría lidiar
con ellos, pero no. Pienso en ellos y vienen a mi mente imágenes repletas de
angustia. Una extraña culpabilidad, de estar bien, mientras ella se moría. No
poder hacer nada. Almacenar eso como se almacena un dato histórico para un
examen final. No tener alternativa más que la propia vida, la inmensidad de la
vida.
¿Qué le diría a
Alan si pudiera hablarle de nuevo? Preguntas tontas, seguramente. Nada
verdaderamente significativo. Ese tipo de sentencias que definen lo que somos,
¿por qué son tan difíciles? Quisiera verlo de nuevo, su rostro, lleno de
conflictos sin resolver. Su endeble humanidad, perdiéndose en instantes
irrecuperables. Decirle “oye, sin proponértelo ya estás muriendo. Lentamente,
igual que todos”
Retomaría mi
historia de los amigos, uno de ellos suicida. Omitiría nombres. Echaría mano de
mi imaginación, porque no era cercano. Tendría que pensar cómo es enfrentarte a
esa situación sin haberla vivido. Pura ficción y especulación.
Me levanto para
tomar agua. En poco tiempo amanecerá. Levanto el cuaderno de apuntes arrumbado
en el escritorio, busco la última página. Leo lo que escribí ayer: “en todas
las noches hay ideas, y todas esas ideas también tienen su reverso: sus propias
noches.”
Por primera vez
siento el impulso por remontar el tiempo en dirección contraria: pensar en mis
muertos de otra manera, su más lejano pasado. Esos días cuando niños, de los
cuales hay testimonios en fotografías familiares. Mi madre conserva algunas de
mi abuela, habrá que buscarlas. Así como traté de imaginar de nuevo el rostro
de Alan tal y como lo recuerdo de la última vez que lo vi, trato de soñarlo
como fue cuando pequeño. Tres, cuatro, cinco años a lo mucho. Y las ideas no
tardan en salir:
“En esos patios
inmensos del jardín de niños, Alan pasó los mejores días de su vida. Se le
distinguía de sus compañeros de clase porque su madre lo vestía con tirantes, y
continuamente se le desabrochaban las agujetas de los zapatos. Era bastante
inquieto, y muchas veces se llegó a pelear con otros niños. Incluso una vez,
por ejemplo, le pegó a una niña.”
Me pregunto si
mi abuela pasó años felices en su infancia. Su historia tendrá lugar en una
ciudad distinta. En ella no existe la violencia de hoy en día. Los camiones son
escasos, no hay tanta contaminación. El cáncer es algo que de tan lejano se
antoja imposible, no solo para ella, sino para todo el mundo. De pronto todos
están vivos, ya nadie muere. Tomada de las manos de una tía, que fue quien
cuidó de ella, Sandra camina por un mercado popular. Contempla con asombro los
puestos repletos de legumbres, frutas y semillas, guajolotes, gallinas. El
mundo asoma de repente ante su presencia. Está todo contenido ahí, incluso…
incluso “eso”, oculto, velado. Pero ella no lo sabe. Hay una imagen que queda
grabada en su mente, quien sabe si para siempre: un niño que desgrana elotes en
un puesto, sentado en una sillita de madera, la mira de repente. Tema trillado,
pero increíblemente milagroso: las miradas de ambos se cruzan por un instante.
Suficiente: algo de la vida de ambos ha quedado arrancado, secuestrado para
siempre. Cuando desaparezcan de este mundo, cuando las cosas salgan mal, quizás
persistan en el otro: un pedazo de la vida de la abuela Sandra no habrá de
sufrir el mismo destino que todas esas perspectivas de saber que Sandra murió
habitantes en quienes la conocieron y trataron íntimamente. La abuela Sandra
quizás está viva ahora, en lo más hondo de los recuerdos de un asilo para
ancianos, en una casita de cartón, durmiendo al cuidado de ciertos bisnietos.
No quiero dejar
de escribir, pero el agotamiento se vuelve más y más grande.
Antes de volver
a dormir pienso otra vez en Alan. Ahora lo veo corriendo presuroso tras un
balón, en alguna tarde de secundaria. Antes de llegar, se resbala. Su caída es
tan graciosa que todos los compañeros estallan en risa. Pero la acción sigue:
ahora ya están de nuevo en el partido de fútbol, bajo un sol a plomo.
Cada quien
debería tomar aquellos modelos de muerte y trasmutarlos en historias. Así,
hasta el infinito. Hasta que no podamos más, y nos llegue a nuestra vez la
propia muerte. Volvernos biógrafos de los momentos más triviales, más
anecdóticos de aquellas presencias que nos dan vueltas y vueltas en la cabeza,
luchar con ellos en ese infinito instante, en ese eterno retorno del que habla
cierto pensador.
“Y si las cosas
salen mal”, me digo. Y cruzo las esquinas, abordo los autobuses, camino por
calles oscuras, avanzo a tientas en el cuarto de baño con los ojos y plantas de
los pies cubiertos de jabón. “Y si las cosas salen mal”, como en el caso de la
abuela Sandra, de Alan, de tantos otros muertos: Judith, Angélica, Leonardo,
Norberto, Jessica, con sus últimos rostros, su último dolor, su último
pensamiento que nunca conoceré pero que intuyo en mis propias vivencias.
Camino por el
pasillo, el espejo del fondo me devuelve mi imagen. Lentamente se hace más
borrosa, como si alguien moviera todo en torno a mí. No sé si repentinamente se
oscurecerá todo por completo, o si seguirá igual por algún tiempo.
“Y si las cosas
salen mal…”, murmuro antes de terminar.