27 de enero de 2010

Perdido


Estoy perdido en este laberinto de calles cuyo nombre desconozco. El tiempo apremia: si no llego antes de las tres a tu casa, siento que te perderé para siempre. Me dan varias indicaciones los tenderos, los vecinos, los trabajadores de los pocos negocios que se hallan abiertos el día de hoy.

No sirve de nada. Todo se contradice, se superpone e incluso se repite sin ser verdad. Pareciera una de esas pesadillas tuyas, que me contabas con voz pasmosa, aquellas noches cuando dormías en mi casa pero te despertabas de improviso en la madrugada, sudando y gritando a un lado mío.

 Luego volviste a tu vieja residencia, esta que ahora no encuentro. Lo hiciste, según recuerdo, para no perderla. Y esos trámites burocráticos, esas frustraciones tuyas largamente vividas que no quiero recordar las tuviste en estos últimos meses. Al fin me anunciaste, que contra viento y marea, habías divisado tierra firme. “La casa ya es mía, puedes venir a verme”.

Y yo me emocioné, pensando en dormir en tu casa, coronando así largos sufrimientos mutuos. El tuyo tan directo, auténtico. El mío causa del tuyo, por lo tanto interpretado. Pensé en amanecer en tu habitación, que según me constaste era muy pequeña pero cuya luz que entraba por la ventana era suficiente para justificar nuestra presencia.

Pero ahora, desesperado, porque no encuentro la dirección precisada, porque no contestas el teléfono y porque tu amiga no me quiso decir nada (solo acusa que estás enojada, que me has dado una especie de ultimátum), estoy a punto de rasgarme las vestiduras y gritar en mitad de alguna de estas aceras desconocidas. 

¿Dónde encontrarte? ¿Dónde está la calle en que vives? ¿Por qué esta pesadilla absurda en la que me encuentro perdido? Una sola estrategia desesperada, impulsiva acierto a emprender. Gritar tu nombre mientras corro por cada cuadra cercana, deseando que en alguna de ella me escuches y me reconozcas. “¡Esperanza!, ¡Esperanza!”, escupo tu nombre al viento pero nadie me responde. 

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