19 de enero de 2010

La estatua

Aquel sujeto vivía en uno de los pequeños departamentos de nuestro edificio. Todas las tardes, sin falta, salía de su casa para dirigirse con paso firme y muy lentamente al mismo lugar. Los chiquillos que jugaban en el patio lo veían desde lejos, y en ese instante, cual hienas que divisan a su presa en la llanura, corrían hacía él.

La persecución terminaba en la banca del parque. Era curioso ver al habitual corro en torno al hombre, el cual permanecía en silencio e imperturbable. Cualquiera diría que se ubicaba en un plano distinto al de sus perseguidores, cual un fantasma.Más que reflexivo, aquel tipo entrado en sus cuarenta, robusto, alto, con aspecto sucio, descuidado, se mantenía enajenado con respecto a todo lo que le rodeaba, la mirada perdida mientras su cuerpo quedaba inmóvil, ahí, sentado en la banca de uno de tantos parques que existen en la ciudad. 

Una vez ocupado su habitual espacio, la turba de chiquillos que lo seguían entraba en acción. Se acercaban con prudencia en un principio. Uno lo tocaba con una rama en la espalda, otro más, jugaba con sus zapatos, mientras que el hombre no daba muestras de vida. Calado el terreno que pisaban, y ante la negativa del hombre por reaccionar ante las travesuras, los niños desataban a continuación su frenesí. Comenzaban a jugar con él, le agarraban los brazos y los movían en el aire, como si fuese un espantapájaros.

 Otros tomaban su saco y  llenaban de tierra y lodo, unos más  lo jalaban desde la punta de su corbata. Otro niño, sin duda el líder de aquellos micos juguetones, se trepaba en su espalda, se afianzaba jugando al caballito. Mientras tanto el sujeto aquel no hacía nada, se dejaba hacer a voluntad de sus abusadores. Así durante un lapso de tiempo penoso aquel sujeto se convertía en un muñeco de trapo, en un despojo que hacía las veces de una muñeca.  

Pasados unos minutos, una vez cansados de los juegos,  los niños se alejaban en tropel, tal y como habían venido: gritando y saltando. Lo que había quedado del hombre aquel, zarandeado, embadurnado de polvo y tierra, despeinado permanecía unos minutos más. Acto seguido se erguía, regresaba a su departamento. 

Supe después, por oídos de mis vecinos, que para navidades y días de reyes sus hijos (los sucios bribones que molestaban a aquel hombre), habían pedido todos el mismo regalo. Sorprendidos, en tono de burla, sin saber los motivos de aquella extrañe petición que todos los niños tenían en común, repetían una y otra vez:

“Estos niños de ahora. Hay que verlos. Quien sabe de donde sacan estas ideas. Una estatua, quieren una estatua.”

Nunca pude comprender que horribles tormentos, que aflicciones habían moldeado la insoportable pasividad en la que se sumía el hombre que se abandonaba al extremo insólito de volverse una estatua. Volví a saber de él dos meses después, cuando al pasar por fuera de su departamento, supe de boca de la portera la noticia de que había muerto.

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