Todavía se escucha, todas las mañanas, la alarma del
despertador en la habitación de al lado. Elisa me dijo que esto era absurdo,
pero yo insistí en que era como un homenaje. Más allá de mi voz burlona, se
encuentra cierta nostalgia por las lejanas noches en que Horacio, sin
levantarse de la cama, estiraba el brazo en dirección a su buró para tomar el
reloj y girar el mecanismo con el cual se programaba la alarma. Siempre puntual, a las cinco
de la mañana, oíamos el estallido atroz que marcaba el límite definitivo entre
el sueño y la vigilia de todos los habitantes de la casa. Y era otra vez las
imprecaciones de Elisa y Santiago, incorporados en el pasillo, dispuestos a
arrojarle el endiablado reloj a su dueño, ridículos en sus pijamas celestes,
dispuestos a regresar e intentar reanudar el sueño aunque fuera sólo unas pocas
horas más, porque aquello era sencillamente imposible. Yo toleraba esta
práctica innecesaria porque disfrutaba de ese rasgo tan tradicional que
fracturaba la noche, como si fuéramos capaces de recuperar un poco de ese
pasado trágico encarnado en amenazas nucleares, de simulacros expeditivamente realizados por todos nuestros padres, que hubieran sido capaces de salir con lo puesto con tal de
salvar a su familia ante el estado de incertidumbre perpetua a causa de la
bomba de neutrones y el hongo atómico. Y era mejor todavía, porque con esta cháchara Horacio
se reía del progreso, ironizando el fin de la guerra y la firma del tratado de
armisticio.
En un principio aceptamos su solicitud de alquiler porque provenía
de una familia acomodada, y el pago de su renta llegaba siempre a tiempo.
Luego, algunos compañeros como Leticia y yo, comenzamos a apreciarlo verdaderamente por su incisiva inteligencia, cualidad que tanto escaseaba últimamente en los cafés del centro y
que era las delicias de nuestras aburridas vidas, lumbrera alrededor de la cual
desfilaban lo mismo discusiones de política que los comentarios de un disco de rock recién lanzado al mercado. Porque a diferencia de la mayoría de nosotros, Horacio era un
hombre de ideas, que no sólo abastecía de propósitos a sus compañeros de piso,
sino que también se erguía como faro de poderosas influencias que irradiaba a los inquilinos de otros
departamentos universitarios, ya fuera en calidad de interlocutores o simplemente espectadores de sus tertulias, los cuales estaban igualmente ávidos de emociones,
receptivos ante cada una de sus palabras.
El reloj de Horacio y su espantosa
alarma, capaz de despertar a todo el edificio, eran el símbolo de una marea
cotidiana que subyacía bajo las camas bien tendidas de nuestra sociedad, que no
iba a desvanecerse simplemente porque un grupo de hombres en levita hubieran
inaugurado la era de las instituciones una generación atrás, sino que se
alistaba para irrumpir y darles por donde menos se lo esperaban: poniendo en cuestión las benditas costumbres hogareñas por parte de sus hijos pródigos, todos ellos comandados
por un desgarbado general de lentes y melena castaña, lector de poetas malditos
y teóricos que alimentaban su profética sapiencia en el exilio. Así era en el
interior 3-C, de lunes a viernes, cuando Horacio se erigía de golpe en su cama
para los ejercicios gimnásticos de rigor, el café barato y el morral de piel.
Las reverberaciones del reloj, apagado definitivamente por Santiago después de
unos minutos en una segunda expedición punitiva, se continuaban aún en la
partida de Horacio, en forma de sus pasos sordos por las escaleras, para luego perderse en la calle entre rumores de camiones recolectores y
la oscuridad insondable de la madrugada.
Yo me deleitaba imaginado secretamente
que aquel muchacho salía a conspirar, como parte de un grupo de avanzada
integrado por colegas de huesos valerosos y voces vibrantes que nunca
conoceríamos, habitantes de inhóspitas buhardillas, poseedores de idénticos relojes clamorosos; y que así una de esas veces todos despertaríamos definitivamente con
el sonido de una alarma más estentórea que anunciaría el estallido de una
revuelta, dirigida (por quién si no) por aquel rostro cetrino cuyos ojos
parecían brillar sin descanso. Pero me había equivocado.
Horacio pronto perdió interés en las perspectivas subversivas de esta
universidad pública, y apenas hubo terminado la ayudantía de profesor en el
seminario de crítica social y económica, abandonó la ciudad sin siquiera
pedirnos que continuáramos su tarea inconclusa. De todas formas, ¿cuál habría
sido dicha misión? Nadie sabía, aún cuando derrotados en la languidez de
nuestras tardes de café posteriores a su partida, todos nos mirábamos a la cara para preguntarnos por la
chispa repentinamente apagada y la posibilidad de su resurrección. ¿Dónde encontrarnos
más vivos? Quizás haya sido como tentativa de respuesta ante tan apremiante cuestión por lo cual decidí no sólo conservar el reloj olvidado por
Horacio, sino continuar la tradición de su molesta chicharra. Tengo fe en que
pronto averiguaremos el motivo por el cual despertamos tan temprano, y acto seguido ya estaremos, al igual que nuestro antiguo camarada, enfilados a la calle como almas que lleva el diablo, irrumpiendo con nuestros pasos por las escaleras bajo el influjo de una madrugada delirante que nos llama en una forma tan misteriosa como acuciante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario