21 de octubre de 2017


Me cuenta una serie de cosas en las que apenas si pongo atención, porque yo lo que quiero es llegar a casa, meterme a la cama y masturbarme pensando en sus senos, ese par de promontorios que hacen las delicias de mis más profundos deseos. Pero, ¡ay!, soy un adolescente poco atractivo, con mi corte de cabello escolar, rostro grasoso y baja autoestima. Si hoy salimos al cine fue porque ella me buscó, quizá por nostalgia del compañero de clase conocido en la primaria, confidente por mucho tiempo de sus vivencias cotidianas. Y me martilla el pensamiento de que yo no soy el intrépido muchacho que se atrevería a robarle un beso, a tomarla de la mano mientras diga cumplidos simples como qué bonita te ves hoy, me gusta mucho salir contigo, ¿nunca te he dicho que eres la niña más linda que conozco? Por el contrario, no sé qué hacer ni qué decir, percatado de que ella me percibe como lo que realmente soy: el tímido adolescente con un absurdo bigote, que no sabe vestirse bien; un "niñito de mamá", en pocas palabras. Si supiera que por las noches, encerrado en mi habitación me convierto en hombre, con las paredes como mudos testigos de mi ascensión; arropado por mis ensoñaciones, mi nave dirigida por el enhiesto mástil que surca las aguas de la hombría; insignias todas como viva muestra de que soy alguien distinto al que ahora aparece  ante ella: este yo tan niño, flacucho y de voz aflautada que no sabe dónde esconder la cara. Ella está tan segura, porque es bellísima. A pesar de que sus cejas, mejillas y labios danzan continuamente, lo hacen siguiendo un patrón, como una armonía que la naturaleza fijó sabiamente para que admiráramos el género humano. Y yo me siento afortunado de tener ese espectáculo frente a mí, redondeado por su cabello-hierba fresca cayendo sobre sus hombros, la blusa como el firmamento en que me gustaría unir constelaciones utilizando las yemas de los dedos, piernas que son las columnas de Hércules, más allá de las cuales se encuentra lo desconocido. Pasamos varias calles a bordo del camión. Ni siquiera tenemos asiento. Mejor así. Me gusta alternar entre su imagen y la de la tarde cayendo frente a nosotros, deslizada por las ventanas, con esas luces artificiales de la calle en tránsito continuo. "Fugacidad, ella escapa de ti", me digo.

No hay comentarios: