Siento cómo
crece en mí con lentitud de gusano. Pasa por dentro y me deja la sensación de
resequedad, de la cabeza a los pies. Creí que debía esperar a ser un anciano
para hallarme convertido en ciruela pasa, pero el intempestivo acontecimiento de hace un par de meses cambió el rumbo de mi vida para mal.
Previniendo el temporal fui a la farmacia y compré
muchos productos de empaques relucientes; vencí mi miedo a las empleadas de
mostrador y expliqué síntomas, que de tan detallados me dieron fama de enfermo,
y en un abrir y cerrar de ojos me vi apapachado por dos mujeres, quienes
contaron su historia lentamente, para que pudiera percibir la importancia de la
tranquilidad en el desastre. Pero yo no quería catarsis y las dejé en plena
anécdota, arrebatando con presteza la bolsa de compras. Afuera el sol se
complacía en una vanidosa contemplación de automóviles formados en hileras,
destinando para mí sólo el saludo ultravioleta que yo no escuché (tan
concentrado iba en mi línea de pensamientos).
Al llegar a casa Malena me dijo
“Estábamos a punto de salir a buscarte. Pensamos que te había pasado
algo”, y abrazándome con fuerza, sin esperar a que dejara las compras en el
suelo, se soltó a llorar. Nadie me ha dicho todavía que mis palabras y actos
están minando mi vida, que debo callarme y quedarme quieto. Sentir el bicho
rastrero apagando las conexiones que he formado por años bajo mi piel; fijar la
mirada en el espanta espíritus de la alcoba: son actividades más apropiadas
para alguien que se está perdiendo a sí mismo. Y lo irónico de todo es que
vienen a verme de día y de noche, abrazándome, estrechando sus manos sudorosas,
desarrollando un tópico trivial que disfrace el dolor una media hora, por lo
menos. Hacen de este rostro ojeroso y pálido un centro gravitatorio que atrae
conversaciones, recuerdos, temores, sin pretender alejarse de manera definitiva.
Vuelven con asiduidad; algo me dice que también buscan la comprobación, como si
en el fondo supieran que esto es mentira, que solamente estoy abandonado a la
soledad y pretexto que me estoy muriendo. Quieren que el gusano salte sobre sus
piernas y penetre por sus poros; adquirir los filtros sepia con los cuales
contemplar futuros tristes para así poder comprobar que no hay nada que hacer.
De
quienes me rodean sólo a mi sobrina intento tomarle la mano con delicadeza, arriesgando
una pregunta impertinente ante mi estado. Sus padres la han traído dormida todo el camino,
porque salieron de casa muy de mañana. Encamorrada, se talla los ojos y abraza
la muñeca mullida. Luego dirige un gruñido al espectro que le chulea su
vestidito. La mamá lo arruina todo, pues a continuación fuerza más la imposible
cuadratura del círculo y exige a su hija un agradecimiento por el cumplido,
pero la pequeña Sara sólo se retrae más y me arroja una mirada fulminante.
Comprendo su enojo, y agradezco ese gesto como ningún otro de cualquiera de mis
semejantes durante la última semana. Su espontánea reacción es el fulgor de
vida que me quiero devorar rápidamente, por ser el primero recibido en mucho
tiempo, para ver si la garganta, ese conducto endurecido de tanto pasar saliva,
se me deshace finalmente y deja paso al hueco insondable que quiero sea mi
cuerpo. Los brazos de mi hermana y su esposo pescan de la mano a la niña envalentonada;
se la llevan con prontitud de puertas que se abren y reproches acallados, hasta
desaparecer en la claridad del jardín. Mientras, aquí dentro uno de mis hijos
se instala a mi lado para tomar la estafeta de la convivencia, y cortesmente
extiende sobre la mesa de centro el enésimo álbum plagado de fotografías en cuya
contemplación mi esposa, hijos, nueras y amigos se deleitan. Me gustaría que aquí,
rodeado de risas glaciales y ensayadas comodidades, pudiera apagarme de una vez para
siempre. Ser un melanoma indistinguible en la penumbra.
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