13 de diciembre de 2009

Tono de ocupado

El día va pasando lenta y pesadamente entre nosotros. Es un anciano artrítico y jorobado, que no se tienta el corazón para con nosotros, que esperamos su pronta muerte para repartirnos la jugosa herencia que abone el crepúsculo.

Mientras tanto contesto llamadas, escucho quejas y atiendo dudas. Personas que nunca conoceré en persona, pero que escucho con atención, como si las tratara de muchos años. Ejercito mi mente en fugaces imaginaciones, les pongo rostros y personalidades distintas a cada cliente.

Si escucho una voz dulce y delicada de una mujer joven, la cual me escucha con atención, le atribuyo un cuerpo escultural. Si atiendo al arrogante y altivo sujeto que grita desde el otro lado de la bocina, lo pienso como un esperpento humano.

Ficciones imparciales, lo sé, después de todo soy sólo un empleado más con diadema y timbre de voz elegante que espera la dicha del fin de semana. La proeza de cada día: escapar de esta otra ficción, la del operador telefónico que aguanta vara y que no tiene emociones.

Sólo raciocinio y empatía, ir más allá sería una suposición aventurada de parte de ustedes, los que me escuchan cada día cuando llamo a sus hogares, impertinente y desconsiderado, ignorado y con toda razón, “¿qué no sabe que tengo tantas cosas que hacer como para estar escuchando a usted y su producto que me trata de vender?”

“No gracias”, en el mejor de los casos. Voces altisonantes e irritadas que se van archivando en la categoría de las llamadas estresantes. Y así vaya cayendo la arena del otro lado: se van sucediendo los minutos en el reloj de la computadora que miro ocasionalmente.

De vez en cuando alguno de ustedes me da generoso el lujo de abonar una venta al historial, lo cual hace que el tiempo corra un poco más rápido de lo habitual. Pero casi nunca sucede esto, recordemos que estamos hundidos en la miseria y vamos derecho al pozo sin fondo.

Al final del día recuerdo que soy un cuerpo, unas manos, un rostro; no sólo una garganta cansada y unas cuerdas vocales agotadas. Recupero mi traje de persona que me entregan cada que termino la jornada laboral. Tardaré en habituarme, como siempre.

Paso por la puerta de salida y lo veo: el decrépito, el anciano día se digna por fin a expirar. “Las agonías no son eternas”, parecen decirme en clave las pisadas veloces de mis compañeros que bajan a un lado mío por las escaleras, mientras charlan entre sí de planes sabatinos y dominicales a realizar con sus parejas, amigos y familia.

Salimos todos en tropel, rumbo a una tierra promisoria, impulsados por un flautista y melodías imaginarias. No escuchamos la voz de nuestra fastidiosa, aguafiestas conciencia que nos dice que esta es la habitual jugarreta del tiempo. ¡A callar! Y todos siguen como hipnotizados.

Afuera la tarde lanza sus promesas de eterno enamorado hacia nosotros, más vale no hacer un desaire. Dar el brazo a torcer, flojito y cooperando. Qué le vamos a hacer, Errare humanum est. De pronto mis piernas me conducen sin que me haya dado cuenta. Toman la rienda, han despertado. Dentro de mí es como si pudiera decirles a todos: “no me pasen llamadas durante los siguientes dos días”. Y de alguna forma lo es.

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