La propia
experiencia cotidiana parece indicarnos que la palabra, bien articulada,
estructurada en forma de discurso ordenado, claro y distinto, prima sobre la
expresión corporal, un tanto apresurada e instintiva del grito. En la evolución
del lenguaje, se nos dice, las palabras son el refinamiento, la perfección de
eso que en un principio fue grito.
Gutural es todo
aquello que nace de las entrañas. Es la expresión espontánea del dolor, la
sorpresa, el miedo, el placer. No necesita sintaxis, gramática, traducción.
Acaso la particularidad en la expresión de todas esas gargantas que han gritado
desde que la humanidad existe resulta ser en realidad una gran mentira:
simbólicamente el grito no conoce tonalidades, avanza en todas direcciones,
saltando épocas y culturas con una significación bien definida.
Más que ser un
sin sentido, el grito puede interpretarse como lenguaje y expresión subversiva,
disruptiva, estandarte universal de aquello que no se puede pero que, no
obstante, se quiere decir.
Simbolismos aparte, nuestra boca arroja el grito después del largo viaje por la
garganta, esófago y pulmones. Sí. Pero podríamos pensar que su camino se gesta
en las elucubraciones más hormonales, nerviosas, incluso gástricas de nuestro
propio ser. El grito está en la frontera de los pensamientos más racionales,
los versos más profundos, los deseos más instintivos y las intenciones más
simples, amables, desinteresadas.
Quiero hablar
sobre el grito no como un acto meramente fisiológico. Tampoco en su sentido
abstracto. Quiero hacer notar las implicaciones que puede abrir la pregunta por
el grito en la encrucijada del cuerpo y el pensamiento, así como denunciar la
connotación de acto sin sentido que ha primado dentro del universo de lo humano
entendido desde su expresión discursiva.
Grito es pedir ayuda,
es enarbolar una consigna; primera reacción cuando se llega al mundo, también
ante la inminente partida de el. Grito es expresión de gozo y placer. En todas
ellas grito es poner nuestra más profunda esencia humana en contacto con el
mundo, hacer saber que estamos inmersos en él y que queremos manifestar algo de
nosotros en él.
¿Quién, o más
bien qué grita desde dentro de nosotros?
¿Gritamos desde el alma, grita la razón, el inconsciente o solo se trata de una vocalización ruidosa en la que el aire pasa a través de las cuerdas vocales con mayor fuerza que la utilizada comúnmente? Haríamos bien en preguntar el origen del grito en su asociación fisiológica y emocional, en ese intento de explicarse, de comunicar al otro esa felicidad, sorpresa, peligro, dolor y placer, pero también en el carácter indeterminado de nuestro ser.
Gritan los simios, los mamíferos. Gritan todos los animales dotados de pulmones. Visto así, el grito humano ¿no tiene nada de especial? Más aún, ¿puede ser el grito algo más que una reacción arracional en el ser humano? En su forma primordial, aquella que no ha cambiado nada desde los hombres nómadas que se refugiaban en cavernas hasta nuestros días ¿el grito está, como en el caso del idiota de Benny Compson “lleno de Ruido y Furia, sin significado alguno”?
En las películas
de terror se grita ante la aparición de la criatura monstruosa, del asesino y/o
psicópata que viene hacia nosotros. Grito como expresión del temor ante lo
desconocido, como alerta ante aquello que atenta contra la preservación
instintiva de la vida. Contra aquello que me amenaza.
Pero el grito
también pone en aviso, alerta de otra manera. Parte en dos la pretensión
positivista, ilustrada, del mundo ordenado, uniforme, pleno de certezas, capaz
de ser explicado por vía de la razón, mismo que encuentra en la economía de
libre mercado su modelo más exagerado y pervertido. El grito irrumpe en ese pretendido
orden de cosas, esa caricatura contemporánea donde se supuestamente se encuentran
las claves para resolver todos los problemas sociales del mundo y alcanzar la
“vida buena”.
Más que un sin
sentido, el grito es la denuncia, el acto de libertad que es al mismo tiempo manifestación
del cuerpo que del pensamiento. El grito condensa la representación del cuerpo
y el espíritu, no es completamente ninguno de los dos, pues su materia es
audible aunque inasible. Escuchamos el grito y sabemos que detrás de él hay un
rostro, ciertos gestos, un puño levantado al aire, pero también que existen en
él ciertas ideas, un pasado propio, experiencias acumuladas, una memoria llena
de imágenes y sueños.
Todo se agolpa
en el instante del grito. En él se recupera la dimensión oculta, visceral del
hombre, ese desgarramiento que es condición esencial de la vida y que Nietzsche
identificaba con lo dionisiaco: esas fuerzas que yacen en las profundidades de
nuestro ser, imposibles de ser representadas, y que para poder sobrellevarlas, soportarlas,
fueron sublimadas en el arte y la ciencia.
Así como en los Misterios de Eleusis, ceremonia que solo los iniciados podían
presenciar (siempre de manera mediada, nunca directa) Dionisio surge de las
profundidades de la tierra para traer al mundo ese carácter subterráneo, terrible, donde vida- muerte y
destrucción- creación se funden, el grito surge de las profundidades del hombre
para significar aquello que no se puede
decir, que solo puede ser intuido.
Es importante
ahondar en esa coyuntura del cuerpo y el pensamiento: tiene convicción, pues
piensa tanto con el estómago como con los sesos. Se sabe terriblemente
terrestre, finito, minúsculo como la hormiga. Sabe que aquello que lo provee de
vida alguna vez se pudrirá bajo la tierra. Pero también que su destino es,
mientras exista, tenderse a volar con su sonido hacia los cielos, de ser creado
como espíritu aéreo, inmaterial, eterno, infinito, dispuesto a codearse con el Topos Uranus; con el orden divino de las
ideas en sí. Con la verdad. Son los límites que se traspasan continuamente, sin
terminar de transgredirse. Su doble naturaleza es apolínea y dionisíaca.
El grito es el
vehículo con el cual el hombre se manifiesta y protesta ante las creaciones
multiformes que ciertas elites han ideado con el propósito de poblar el mundo
de individuos con cabezas cuadradas. Pero también contra la replicación que
esos mismos individuos realizan inadvertidamente en sus relaciones cotidianas
con sus semejantes, que heredan a su progenie cual funesta Caja de Pandora.
Es ese carácter
contestatario, el modo usual de denuncia en manifestaciones multitudinarias de
países como el nuestro, donde impera la miseria, la violencia, la corrupción,
la riqueza de unos cuantos a costa del sufrimiento de muchos, (mismas que se
convierten, en el mejor de los casos, dentro de las versiones oficiales en
anecdotario de periódicos, ediciones nocturnas de noticieros ávidos de la
carroña nota-que-vende, pero que no abonan nada).
En el grito se
expresa el enojo, la frustración, la impotencia, pero también asoma la energía,
la voluntad de seguir repitiendo el nombre de los activistas,
hijos-padres-primos-amigos perdidos, renovando su memoria, una y otra vez para
recordarnos quiénes somos y por qué luchamos… por qué vivimos.
Así, el grito es
otra forma de hablar; frente al discurso cotidiano la palabra se dice de otra
manera: la hace decir cosas que habitualmente no diría. Se arriesga. El
discurso vocal que usamos de ordinario debería aprender del grito su carácter
imaginativo, lúdico, ese que usábamos cuando niños, correteándonos por los
patios, llamándonos con numerosos nombres, invocando diferentes mundos,
multiplicando espacios en donde ante los obtusos ojos adultos no los había. El
discurso debe hacerse niño, y gritar.
Verdaderamente el grito es, como nos
enseñaron nuestros padres y maestros: una falta de respeto. El que comienza a
gritar se aleja de los demás, llama al sin sentido, es un maldito neurótico.
Mas esa falta de respeto tiene su carácter propositivo cuando es una falta ante
el falso respeto, ante el respeto que
en realidad es temor a disgustar, a incomodar. El grito es reprimido, si nos
ponemos psicoanalistas, porque pone sobre aviso sobre una parte de nosotros que
no debemos dejar salir si es que no queremos meternos en problemas. La ausencia
del grito en nuestras vidas es también, aprendemos a creer, garante de que todo
esta bien. Cuando se conversa y se escribe solo, en silencio, somos nosotros
mismos, estamos en nuestro elemento. Y así con los demás. Pero llega el grito y
todo se sale de control. El caos entra por la rendija, o más bien sale
disparado como cientos de murciélagos abandonado su cueva.
¿No será más
bien que evitamos ver que en la tradición que ha creado perspectivas e ideas,
en ese corpus del saber, sobre las
cuales a la larga, con el objetivo de fundamentar normas, sociedades e
instituciones se han ido perdiendo su carácter abierto, libre, infinito de
interpretaciones, para tornarse en meros códigos, manuales, monolitos del
pensamiento? Es el uso pervertido, amañado de la palabra, que legitima nociones
como Estado-nación, competitividad, progreso, ley de oferta y
demanda, como si sobre ellas debiera derivarse el mundo y la vida como un
conjunto de axiomas, de postulados lógicos inobjetables, claros y distintos. El
uso anquilosado, academicista y erudito de la palabra.
Contra ese uso,
que nos roba nuestro lenguaje, puliéndolo hasta dejarlo como piedra preciosa
cuando en su centro en realidad se presente como hueco y desdeñable, cual
anuncio de cartón a la entrada de un cine, contra ese uso del lenguaje y sus
respectivos imaginarios antropológicos y políticos (zoon politikon) que buscan uniformizar al ser humano
zombificándolo, quitándole su voluntad propia, es que se debe pensar a la
palabra como grito. El grito es una actitud, una forma en la cual a la vez se
piensa y se siente.
Decimos del
grito que tiene un carácter saludable, porque se alza por encima del mar salado
que a veces constituye la palabra viciada y su potestad incuestionable, pero
siendo a la vez palabra, aunque con la gran diferencia de que sabe nunca
llegará a su total realización, ni pretende un entronizamiento. No se entiende
a sí misma como la panacea, o la piedra filosofal destinada a resolver los
problemas de la humanidad, terminar con el mal, la pobreza y las enfermedades
de una vez por todas. Es una palabra ante todo ingenua, porque no sabe a donde
habrá de llegar, porque sabe que el mundo no está hecho de antemano a su
medida.
No obstante,
habría que preguntarse si solo es cuestión de gritar y ya. Que esa fuerza
subversiva, e imaginante, inmune a los designios imperiales, se impone con solo
invocarla. Pero no se trata tampoco del grito que se engancha en la
impulsividad del momento, grito mongólico que reniega del propio pensamiento y
de sus proyectos. No debe pensarse como un regodearse en el egoísmo de su
presente, del mero instante.
La actividad del
pensamiento debe plantearse como un grito irrumpiendo en tranquilidad de la
noche, sí, pero no como una actividad irresponsable, que solo busque llamar la
atención, negándolo todo, provocando a todo el que se le ponga el frente nada
más por que si. Es el llamado a reconsiderar lo que hacemos cotidianamente,
recomenzar con voz propia, atendiendo a las otras voces de las que también somos
parte, grito que cobra su propósito cuando se reconoce en sus distintas
manifestaciones, en las otras gargantas que exclaman sobre la calle, dentro de
las casas, en los campos, al igual que él.
El grito del
cual hablo no es el grito testarudo, obcecado, sino aquel que escribe e
imagina: aquel que crea y recrea sentidos acompañado de voces en
calma, y también del silencio. El reto de hacer hablar a la palabra como grito
es saber cuándo y cómo. Pues a final
de cuentas, es otra forma de dialogar, desde las trincheras del pensamiento y
el cuerpo, una actitud refrescante frente al mundo, frente a los otros,
incorporando esa otra palabra que nos constituye desde el principio de los
tiempos: la vida.
Escribir con el
grito resultaría así (en tanto actividad comprometida con la palabra en una
nueva actitud), ante todo, intentar expresar la vida de manera más plena de
sentidos. Vivir.