7 de mayo de 2011

No sabía que las mujeres crecían en los árboles frutales del otro lado del reino. Alguien tuvo que decírselo. Hasta entonces el pobre se había pasado las noches en vela ideando complicados estratagemas con el fin de conquistar a una linda muchacha y hacerla su esposa. Todo esto sin éxito alguno.

Cuando tuvo noticia de lo fácil que era ir hasta ese lugar, trepar con una escalera hasta alguna de las numerosas copas de aquellos árboles y pedirle a una de las mujeres que en ella vivían que regresara con él al reino, fue presa de un júbilo sin igual.

Desafortunadamente fue tanta la emoción del joven campesino por la noticia que cayó enfermo de fiebre. En medio de sus delirios se veía recorriendo las praderas a caballo, veloz y empujado por un frenesí inusitado, el aire frío del próximo invierno golpeando contra su frágil cuerpo, la vista en el horizonte, allá a lo lejos donde comienzan los bosques en los límites del reino.

Así estuvo varios días. Una tía anciana la cual tenía sus propios achaques, su padre el cual estaba medio sordo y jorobado por completo, eran su único sostén. La penosa situación en la cual se hallaba sumido a causa de sus deseos no hacía más que dar quebraderos de cabeza a los humildes campesinos.

Decidieron que si el joven habría de morir pronto lo hiciera lejos de ellos, tratando de completar su hazaña. De todas formas moriría, pensaban con resignación, que mejor que morir en su viaje que en una cama de paja en el pequeño granero.

Partió entonces el campesino, todavía con fiebre y delirando. Fue una noche fría. El invierno llegó para su desgracia anticipadamente. Cubierto con frazadas y ropa de lana, partió inmerso en la oscuridad, alentado únicamente por sus sueños juveniles, que para efectos de las gestas heroicas antiguas era algo más que suficiente como para regresar victorioso de cualquier empresa arriesgada.

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