La cuerda se estiraba más y más, sin romperse. Abajo el abismo inconmensurable, apurándonos a que lo visitáramos de una vez por todas. Pero ella se negaba: ‘algo’ la hacía permanecer en equilibrio sobre la tensa superficie, ‘algo’ cuyo origen se hacía difuso a medida que lo pensaba, como si fuera un país lejano visitado cuando niña.
Unos ojos fijos, puros como la muerte, me daban noticia del estado de las cosas cada vez que se topaban con los míos en una fiesta, en una conferencia o simplemente un día cualquiera al caminar sobre la acera. Ella me situaba al otro extremo de su cuerda floja, como parte de un reto originado en una intuición mutua. Y yo seguía, sin saber cómo escapar de su tensión, con el cuerpo hecho pedazos por el deseo, el cual se movía a través de mí…
Pero no podíamos sucumbir de una buena vez. Ni cielo ni infierno, solo la maldita cuerda ignorante de nuestras respectivas parejas, compromisos, pactos de confianza, apegos y afinidades. Solo una tensión, que era su origen, y un abismo: siempre un abismo como imposible final.