7 de febrero de 2011

Inventiva onírica. Primera parte

Mis sueños son desordenados y fugaces. Son, si quisiera compararlos con un objeto bonito, como lluvia de estrellas. Queda bien la comparación: la lluvia de estrellas es una cosa que casi siempre se da en la noche (o que asociamos directamente con la noche), al igual que los sueños (que casi siempre asociamos con la noche); no podemos atraparlos porque apenas llegan se van, o los olvidamos (en el caso de los sueños); y ambos se suceden inmersos en la inconmensurabilidad: en un caso la del espacio, en el otro de la mente. 

Como yo no tengo alma de romántico o de resignado astrónomo, ya que no puedo atar a mis sueños al tiempo y a la narratividad, he decidido inventarme unos. No soy pretencioso. No quiero aprovecharme de la fertilidad de la ficción y así fabricarme sueños grandes, con historias fantásticas; sueños llenos de acción, de heroísmo, florituras y sobretodo belleza estética. 

Quiero hacerme sueños sencillos, comunes. Sueños que cualquier persona en cualquier lugar de la galaxia pueda ser capaz de soñar, no importando sus capacidades o las circunstancias de su vida. Sueños que no sean tan verosímiles que alguien al escucharlos relatar diga “¡Oye! ¡Eso te sucedió, no lo soñaste!”; pero tampoco tan elaborados que me grite mi auditorio “¡Vaya chico! ¡Menudo cóctel de narcóticos se ha preparado anoche!”. 

Sé que viéndolo así, de esa forma, luce como empresa difícil. Me dirán que me exijo demasiado, y quizás no estén tan equivocados si lo ven desde esta perspectiva. Pero es tanta mi necesidad de apresar esas estrellas fugaces, que estoy dispuesto a esforzarme mucho. Si no fuera por esta dificultad, de mí ni tendrían noticia.

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