10 de septiembre de 2010

El libro blanco

Mi padre me compró un cuaderno a los cuatro años, y ahí comencé a escribir acerca de todo. De lo nada o poco relevante; de lo que creí importante o simplemente lo que observaba. Más mi propio carácter o mi naturaleza me definió en lo que muchos podrían considerar una manía obsesiva, cuestión que yo dejaré puesta en la mesa para que alguien más que le interese hacerlo la analice. Me limitaré a contarles mi punto de vista, quizás para muchos el menos objetivo.

Seguí comprando cuadernos. Elegía aquellos de cuadros chicos, nunca de raya. Tal vez por tener la seguridad de situarme en un espacio o por la manía de no irme chueco en el plano vertical de la escritura.
Durante toda mi vida siempre tuve un bendito cuaderno a mi lado. Escribía casi todos los días y era parte importante de mi vida. En mi temprana adolescencia ya había escrito más de lo que muchos escribirán en toda su vida. No me pregunten el destino final de los primeros cuadernos, los que corresponden al desarrollo de mi
infancia, ya que ni yo mismo sé ahora donde se encuentran. Nunca me preocupé por saberlo. Quizás mi madre al ver que se acumulaban decidió comenzar a tirarlos antes de arrumbar “basura” en mi habitación.

No me importaba ese pasado de escritura irrelevantes o poco apreciadas por el mundo que no era yo. Simplemente seguía y seguía escribiendo. Era un frío, un metodista. Solo le otorgaba valor y cuidado al cuaderno en turno, y cuando se terminaba su vida útil lo abandonaba a su suerte y me hacia de otro ejemplar.
Solo escribía. Escribía cuando llovía, escribía cuando asoleaba en el patio y escribía en el verano y en invierno.

Pronto descubrí que escribiría toda mi vida, y me sucedió una extraña mezcolanza de sentimientos dentro de mí que no supe comprender. Sentí solamente una ansiedad y un temor, luego una especie de vértigo. A la mañana siguiente a ese día aciago desperté sin ese cúmulo de sensaciones. Lentamente me incorporé en la silla de mi escritorio y me senté, para comenzar a escribir. Llovía afuera. Las gotas se agolpaban sobre el vidrio opaco de mi habitación. Sentía ganas de salir pero mi naturaleza pudo más y me quedé a anotar algunas cosas que se me habían ocurrido en el sueño de la noche anterior. Permanecí en un estado de furor y exaltación toda la mañana, y me olvidé de la hora.

Salí esa noche a caminar un rato, a sentir la humedad aún presente de la lluvia evaporada de a poco sobre las calles. Me sentía con las mejillas heladas y con sudor en las manos.
No pude más. A los pocos minutos volví a mi habitación. Todo estaba como al principio de ese día, cuando me hube despertado. El reloj despertador gris y hosco sobre la cabecera de mi cama, marcando ineluctablemente las horas que siempre ignoraba.
Las cobijas y las sábanas apenas extendidas para guardar la estética y el arreglo de la cama, más por propio compromiso que por convicción. Los estantes vacíos. El escritorio igual de escueto. Y sobre él el ejemplar en turno, mi cuaderno de pasta marrón cerrado y con la pluma estilográfica a un lado.

Me senté. Sabía que escribir. Después de toda una vida (en ese momento el escribir había sido toda mi vida) sabía que hacer y como hacerlo. Sabía las palabras exactas que describirían lo que yo quería decir antes de que llegara ahí. Incluso tenía en mis manos el estilo y el ritmo exacto, listo para quedar materializado en las
hojas cuadriculadas del cuaderno.
La ansiedad
volvió. Me estremecí repentinamente sin saber porque. No quise prestar
importancia y de nueva cuenta abrí el cuaderno, como tantas otras veces lo había
hecho con los que le habían precedido en existencia.
Mi sobresalto no
era el del novelista maduro que no sabe como terminar su historia, o como el
novato que tiene pavor a la página blanca que da nombre al síndrome tan
acostumbrado en los que se inician. Tampoco era el sobresaltado júbilo de quien
ha encontrado las palabras exactas para terminar su obra cumbre o su trabajo
más realizado o cuidado. Era diferente.
Sentí una
incertidumbre tal que no supe explicar, que es más, nunca había sentido en mi
vida.
Mi corazón me
dio un vuelco cuando contemplé la hoja en donde había de continuar mi relato.
Desde niño había
escrito. De la naturaleza, de mí, de mis padres. De lo que veía en televisión.
Luego comencé desmenuzando la existencia oculta de los que aún vivíamos, de lo
que seríamos todos. Me volví un macabro profeta que domina su arte, a saber el
de las palabras. No me faltaban razones para creer que mi vida sería escribir y
que el escribir era mi vida.
Me levanté.
En el cuaderno
yacía lo que había escrito desde siempre, en silencio. Esto es, lo que había
vivido. Una misma sentencia, infinidad de veces repetida: “La inquietud no
desaparece”.
2008

No hay comentarios: