6 de junio de 2010

No poder dormir en esta casa de locos es cosa de todas las noches. Peor que eso es el hecho de que nunca hay alguien a tu lado para contarte una buena historia. No ayudaría, pero al menos se sentiría uno con esperanzas. “¿Esperanzas de qué?”, me pregunto. Y al instante advierto, desconcertado, que no sé la respuesta.

Acerca de este problema Judith piensa de la misma forma. Desafortunadamente no podemos resolverlo. Es imposible acostarnos juntos, pasar la noche platicando mientras le inventamos estrellas a la oscuridad del techo, ya que en la tarde somos separados, arrancados de esta extraña relación que nos mantiene cuerdos. A ella se la llevan al ala este, donde están las “Amazonas”, mientras que a mí me depositan en la oeste, junto con los “espartanos”.

Recuerdo que en una ocasión, cuando niño, leí en una revista el extraño caso de un par de prisioneros de una cárcel de Siberia, un hombre y una mujer, los cuales mantenían relaciones interpersonales por vía telepática. Relataba que tal proeza fue conseguida después de años de práctica, orillados como estaban a superar un aislamiento casi completo en el que vivían el uno con respecto del otro, ya que el único momento en el día que se veían era un pequeño instante cuando eran conducidos de vuelta de las labores de trabajo. En ese lapso, que duraba unos cuantos segundos, sólo los separaba una pequeña rejilla, la cual servía como división entre la fila de los hombres y las mujeres.

Mediante mensajes que dejaban cada día al pasar por aquel lugar, mensajes escritos en minúsculos trozos de papel doblados de la forma más pequeña posible para evitar ser advertidos por los guardias, constataban que lo que habían captado el uno del otro la noche o tarde anterior era real, no una mera ficción producto de una locura claustrofóbica o de sugestiones mutuas. Años antes de morir, ya ancianos, fueron liberados. Vivieron el tiempo suficiente para conocerse mutuamente y para relatar su hazaña al mundo.

Le conté esto a Judith, quien solo atino a reírse como histérica. Luego me dijo que “en verdad estaba mal de la cabeza, pero que era normal”. Que “cada uno de nosotros tenía derecho a inventarse su propia locura, algo personal y enfermizo que, de alguna forma, ayudara a mantenernos en pie, que nos diera esperanzas”.

Judith, mi triste y escéptica Judith, única voz que escucho con anhelo de entre todo este ruido que pulula a todas horas, todos los días alrededor de mí, en esta casa de locos. Va llegando la hora de que nos muramos, lejanos los dos como hasta antes de conocernos hace ya tantos años. Tu Judith, la chica que organizó un motín y sobrevivió. Yo, que lloré todas las noches durante seis meses, desde el primer día en la soledad de mi habitación, aguardando una muerte repentina y piadosa. Tan diferentes el uno del otro, aunque con una hora en común, infaltable, en que nos reunimos para intercambiar palabras (o silencios cómodos, contemplaciones de ángeles, según sea el caso). Todo esto con el mismo escenario de siempre: la banca bajo un árbol enclenque del jardín que hay en el patio.

Judith. No podemos soñar juntos, tampoco podemos contarnos historias que nos ayuden a dormir. Cuando al mediodía te cuento mis empresas ingeniosas, mis sueños que se asoman como hilillos de luz cada día al despertarme, te pones a reír como tonta. Los juzgas imposibles, como animales producto de delirios. Como figuras de chocolate dejadas al sol en un día caluroso. Quizás lo único que compartamos es esta esperanza, que, (ahora lo sé) sirve para mantenernos vivos el tiempo suficiente que haga falta para salir. Y una vez afuera, sin paredes ni ilusiones de por medio, nos daremos cuenta, de una vez por todas, que no tenemos nada en común.

1 comentario:

Enazul dijo...

Esto me hizo sentir tristeza.. melacolía, hasta me sentí un poco indentificada.. ¿Se debe de tener algo o mucho en comuún para que funcione una relación...? ¿qué es ese algo... qué es ese mucho...?

Saludos¡¡¡