14 de junio de 2010

-          ¿Flores?
-          Si, flores. Llévale flores. Les encanta que les regalen flores.
Mi padre disfrutaba darme consejos para mis primeras citas. Se regodeaba en su papel de instructor en las cuestiones de la vida, en este caso en el terreno de las relaciones sentimentales, basado en su experiencia, su conocimiento nada despreciable de canciones románticas, gran ingenio y su buen humor a toda prueba.
Luego, el viejo me dijo, después de contemplarme por algunos segundos:
-          Reconozco esa mirada…
Yo me sonrojaba. El viejo se había dado cuenta de la llegada en mí de esa difícil edad en la cual el corazón, cual globo a la intemperie, se encuentra propenso a estallar con tal sólo mencionar el nombre específico de una chica.
-          Pero papá, -le dije, retomando su consejo sobre el regalo para Lizbeth, mi cita- a mí no me gustan las flores. Se me hacen algo muy inútil.
-          ¿Y qué? – me respondía ecuánime-. A ellas les gusta, ya te lo dije. Eso es lo que importa.
La sospecha de que había más diferencias que cosas en común entre un hombre y una mujer se me había presentado días antes. Lo más inexplicable era que a pesar de una larga lista de características, gustos y formas de pensar sobre tal o cual cosa, que como conclusión arrojara números rojos entre Lizbeth y yo, no cesaba en mí la imperiosa (aunque sin sentido si nos basamos en tales resultados) necesidad de estar con ella, de acercarme y…
-          Darle un beso.
-          ¿Qué? –le pregunté a mi padre.
-          Si. Cuando estén viendo la película en el cine, tómala de la mano. Ella te mirará y en ese momento, sin dudar debes acercarte y…
¿Darle un beso? Si, de acuerdo.  Estaba seguro tanto ella como yo lo deseábamos con toda nuestra alma, pero… ¿cómo? ¿Nada más así como así? ¿De repente?
Papá me decía esto de forma tan natural que yo no comprendía porque dentro de mí se agitaba un tornado incontrolable que amenazaba con destruirme.
-          Y si… ¿Y si de los nervios me desmayo? ¿O si en ese momento me dan ganas de estornudar o si ella…?
No dudó en reír. Acto seguido, como si nada hubiese sucedido, recupero su seriedad sin perder su habitual sesgo de buen humor.
-          Es normal que estés nervioso. Pero pon atención a lo que te digo. Hazme caso, todo va a estar bien. Tranquilo, te digo todo esto basado en la experiencia.
Ese día compré las flores y me alisté para salir al encuentro de Lizbeth. De camino a la cita no dejaban de resonar en mi cabeza las palabras pronunciadas hacía unos minutos por mi viejo: “Reconozco esa mirada”… “Debes acercarte y darle un beso”… “A ellas les gusta, ya te lo dije. Eso es lo que importa”.


Aún ahora, muchos años, nervios, citas, flores, películas en el cine, chicas y besos después, sigo atónito ante algo que, a diferencia de otras tantas preguntas de ese tiempo ahora respondidas, no he podido dejar de cuestionarme. Es la relativa al fenómeno de las diferencias.
Esas pequeñas, medianas, grandes diferencias existentes entre nosotros y ellas. Un hombre que es un mundo por sí sólo… y una mujer que es a su vez otro tan distinto… Diferencias que, sin embargo, son vencidas por aquel mosquito extraño el cual se posa sobre nosotros ocasionalmente, cuando menos lo esperamos, dejándonos por todo el cuerpo una sensación de fascinación hacia el otro, del cual es casi imposible librarse.
Algunos lo llaman atracción. Otros, los más despreocupados, hacen caso omiso de él. O se ponen a decir un montón de cosas al respecto, como si ya lo conocieran por completo. Pero acerca del misterio sobre esas diferencias individuales y la razón de su derrota ante este peculiar ser… hasta ahora nadie ha podido, que yo sepa, dar una explicación definitiva.

1 comentario:

Francisco dijo...

Me pase como me pediste, jaja este me llamo la atencion. Tu final se parece en algo a mi "Creian que eso era amor"...
Saludo desde Argentina =]