18 de marzo de 2009

Pequeñas raciones de estrés

Son las seis de la mañana y ya tomé mi ración diaria de estrés. Con suerte me servirá para todo el día. Aunque debo confesar que ciertas veces he necesitado de unas cuantas dosis extra, ya que a lo largo de la jornada voy necesitando cada vez más miligramos, y las pequeñas raciones van sucediéndose una a la vez a medida que las ingiero. Apenas ayer me extravié en una situación que requería estrés, pero ya no había más...
Soy sólo un ciudadano común que como tal, en situaciones cotidianas, [inmerso en esta caótica ciudad de calles transitadas olorosas a orines con congestionamientos viales monumentales] hace uso de su tradicional frasquito, el cual contiene pequeñas tabletas de estrés. Ayer, cuando esperaba el autobús en la esquina habitual, tardó este más de media hora en llegar. Se hacía tarde, y no tuve más remedio que devorarme mi dosis de estrés de un sólo golpe. Fue una tristeza el saber que mi ración estaba consumida apenas en la primera hora de esa mañana atroz.
Pocos minutos estaba por abordar el subterráneo, en el cual no alcancé lugar, algo poco común, ya que me considero un semi-experto de las lides de combate necesarias para hacerse de un cómodo asiento en el vagón repleto, batallas que tienen lugar justo cuando las puertas se abren a la furia de los dedicados, de los impulsivos, de los astutos, los serios, los intrépidos, los conspiradores... en fin, de todos los adjetivables sujetos que viven en esta ciudad y que hacen uso de tal transporte.
Dada mi mala fortuna antes mencionada fue que necesité de mi estrés habitual para tener que soportar los embates de las mareas humanas en medio del vagón, justo cuando invoqué a la desesperación que no llegaba. En ese momento me di cuenta que llegaría tarde a mi primera clase del día. Busqué entre mi saco de preocupaciones, y me percaté que en ellas habitaba la lectura que se discutiría en esa clase, la cual tenía puesta una etiqueta mental previamente puesta, la cual repasé en silencio mientras iba apretujado en el vagón del metro: léase de camino a la universidad, durante el viaje en el subterráneo, cuando se esté cómodamente sentado.
¿Qué hacer en estos casos? ¿A quién acudir, a qué plan alternativo apelar, a qué oscura deidad invocar para hacerse de una salida posible cuando se está uno atrapado en este callejón sin salida? Porque sin estrés uno puede sentirse ajeno a todo lo que le rodea, se apodera de nosotros un sentimiento de alienación, de extrañeza, como si perteneciésemos a una especie distinta, fuera de la propia humanidad.
De pronto, cual si hubiése escuchado mis extrañas plegarias, un hombre me proporcionó la ayuda necesaria:no nos conocíamos, y tampoco cruzamos media palabra. Un rápido contacto visual fue suficiente. Era un sujeto alto, robusto. Su expresión era la de un bravucón más que la de un gentleman. Uno de esos que te imaginas de gángster antes que pediatra. Seguramente era uno de tantos que iba tarde a su trabajo. Pobre imbécil, pensé para mis adentros. Unos minutos después tan sólo, algo extraño había sucedido. Volvió a mí aquella sensación que da cuando uno digiere, lentamente, el estrés. ¿Cómo, por qué?, me pregunté en medio de la muchedumbre.
Pero, ¿será posible? Y luego: si, pero... si está muy claro. ¡Aquel grandulón, él fue! Mi reacción inmediata, casi instintiva, fue la de buscarlo donde nuestras miradas se habían cruzado hacía unos cuantos minutos. Quise devolverle un profundo y sentido agradecimiento. Ahí estaba: de pie, apretado entre la gente, a unas cuantas personas de distancia, sosteniéndose de forma incómoda del pasamanos. Contrario a mis intenciones primarias, no dije nada. Además, algo en él había cambiado. Si, era de esperarse. Su aspecto era el de un hombre despreocupado, sonriente.
Por fin me decidí, tímidamente, pero aún así lo suficiente como para alcanzar a ser oído exclamé: - Es usted una amable persona.- Pero aquel sujeto ya no alcanzó a escucharme. Se había dado la vuelta, alejándose inquieto a través de la gente. Lo comprendo, pues en la mañana había sentido lo mismo que aquel: el descorazonamiento de haber perdido la dosis habitual de estrés en una situación que apenas si la requería. Gracias a su buena obra del día es que en esa larga jornada no me hizo falta el estrés: mi frasco se había vuelto a llenar.

No hay comentarios: