15 de junio de 2016

A.





Los barrios estelares de la ciudad de México acaparan la portada imaginaria de ese folletín turístico que los chilangos nos hemos formado a base de experiencias dominicales a lo largo de nuestras vidas. Histéricas por el inmenso caudal de visitantes que reciben cotidianamente, las edificaciones del Centro Histórico escupen sus amargas siluetas sobre las calles, aumentando considerablemente su altura y magnificencia. Pero ya nada parece sorprendernos. Ha desaparecido el asombro ante el oropel del Palacio de Correos; la sensación de vértigo de la Torre Latinoamericana; incluso la placidez de la Plaza de la Constitución (cuando no está ocupada por algún evento multitudinario) se vuelve rutinaria extensión  que no vale la pena recorrer en su totalidad. Y lo mismo podríamos decir si agotamos las excursiones al Jardín Hidalgo de Coyoacán;  los canales de Xochimilco a bordo de sus trajineras o la peregrinación sin devoción a la Basílica de Guadalupe y al cerro del Tepeyac. 

Recordamos entonces que la ciudad es más ancha, integrada por cientos de barrios anónimos que sólo conocen quienes los habitan de continuo. Ante dicha revelación, surge en algunos el espíritu de la aventura, la emoción irrefrenable por internarse por avenidas de nombres poco mencionados en los noticieros televisivos, una cierta disposición a encontrar atracciones modestas, de brillo minúsculo, casi fugaz, pero capaces de alimentar nuevamente la dicha por vivir en la megalópolis cuyos orígenes se remontan a un pequeño islote sobre el lago salobre. 

Entonces esos intrépidos se lanzan a las colonias de la periferia, que no por carecer de ruinas precolombinas o catedrales de piedra tienen una menor edad de ser erigidas. Poco frecuente es pensar que la toponimia de ciertas localidades antecede en edad a la urbe nombrada en honor a Tenoch, como si la historia de una ciudad pudiera escribirse sólo a partir de la fundación de un imperio, olvidando que así como la nación mexicana se integra de gran variedad de pueblos y culturas así también la ciudad capital se ha compuesto por la asimilación de numerosas localidades a través de los siglos, integrándolas a su jurisdicción (que no su identidad o la historia común de sus pobladores). Están, por nombrar algunas de ellas, los pueblos de Tacubaya, Tacuba, Santa Isabel Tola, de Culhuacán o la Magdalena Mixhiuca. Poco queda en pie en cuanto testimonio visual y plástico de sus orígenes, mismos que se hallan recogidos por sus respectivos cronistas, transmisores orales casi anónimos cuyas historias son pasadas de generación en generación, ardua tarea de sostener pequeños cuadrantes que unidos integran el imposible imaginario de la ciudad. 

Asistimos, casi siempre (si es que vamos ahí como curiosos en busca de lo exótico) "desde fuera", a la resistencia que cada uno de esos pueblos denominados “originarios” emprende frente a la voraz urbanización de espacios comerciales y construcción de condominios que amenazan con destruir sus pocos focos de unión comunitaria, al no contar con patronatos o fideicomisos que preserven las áreas comunes donde celebrar las costumbres y tradiciones que dan sentido de identidad a sus habitantes. Alguna vez comunidades a las afueras de la ciudad, con sus propios rasgos culturales, son hoy una denominación administrativa más, equiparable con la de colonias que surgieron hace apenas veinte o treinta años. Los automóviles y los peatones pasan de ellas camino a sus ocupaciones cotidianas, desconocedores de que la ciudad estaría un poco menos sin ellos, sin su plaza pública donde antes se celebraban las verbenas populares o se desarrolló un hecho de especial importancia para los destinos del país, una batalla o la casa donde vivió un personaje notable de la historia de México, etc. 

Y a partir de esta pequeña precisión que casi siempre pasamos por alto (porque incluso rescatarla del olvido y ponerla en práctica sólo en nombre del turismo es lo mismo que ignorarla), es que podemos llegar a enfoques mucho más relevantes para nuestra concepción cotidiana de la realidad social. Hemos contribuido, con este tipo de apreciaciones fáciles, a que la ciudad se vuelva uniforme, continuo trazado de calles y edificios donde rondan las estúpidas proclamas del progreso huero, una de ellas la de “no importa los diversos rasgos que formaron nuestra herencia histórica, cultural y social, pues lo único que importa es el futuro común hacia el que nos dirigimos cada uno de nosotros”. Desde el discurso agresivo del poder político de una oligarquía la diferencia se percibe como una amenaza a una supuesta estabilidad socio-económica. Lo ideal sería, para ese régimen fascista, que llegue un momento donde nadie recuerde de donde ha venido, para que tampoco le importe donde se encuentra ni hacia donde se dirige.



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