Lo que le causaba asombro de la existencia no era tanto el que la suya particular fuera a terminar algún día, en el futuro, sino que en el preciso momento en que él estaba ahí leyendo a Demóstenes, ya habían transcurrido miles de años de civilizaciones, y en ellos millones de seres humanos habían desesperado, deseado, sentido y pensado. Era el terror del “demasiado tarde para empezar a vivir”, como si el flujo del tiempo avanzara a empellones, arrastrando consigo la sangre de otros que igual a él no habían hecho otra cosa que vivir, disponiendo de lo que tenían frente a sí, de un pedazo muy particular de mundo y acontecimientos. Y él podía percibir eso, por más que hubiera querido desentenderse. Le tocaría deshacerse contra la tierra poco a poco, reviviendo en su carne el drama mudo de la existencia humana, que no podía cuantificarse ni compararse de ningún modo. Era su turno, pero también era un poco ya todos los fracasos inevitables de generaciones anteriores, de las cuales no quedaba ni siquiera polvo. Vivía, pero sólo hasta cierto punto. Del otro lado del espectro él ya estaba condenado, incluso antes de haber nacido. La historia siempre lo pulverizaría cuando tratara de asomar la cabeza para cerciorarse de la magnitud de la corriente que lo arrastraba, de si ésta tenía fondo o alguna orilla donde poder reposar y encontrar verdades esenciales. Y era tanto como negarlo, imaginar que todavía estaba sucediendo el juicio a Sócrates; que un campesino se levantaba con el primer destello de una mañana radiante de Thermidor; o que cierta familia contaba historias del origen del mundo alrededor del fuego, una noche interminable en el desierto del Sahara. Bastaba también con cerrar los ojos para remontarse y desmontarlo todo, instante por instante. Sentir nuevamente la cualidad de liviana que puede tener la vida, sin tener que acumularse en inconmensurables piletas metafísicas. Quizás era por eso que soñaba, para desahogar un poco su angustia y elegir la otra perspectiva, esa que al contacto con los objetos deja un momentáneo sabor a sal en la piel, permisiva para proseguir con la seguridad de no quedar convertido por completo en estatua cada vez que quisiera volverse para mirar y desandar el camino.
28 de junio de 2016
Lot
Etiquetas:
historia,
tiempo,
vida cotidiana,
yoísmos
15 de junio de 2016
A.
Los barrios estelares de la ciudad de México
acaparan la portada imaginaria de ese folletín turístico que los chilangos nos
hemos formado a base de experiencias dominicales a lo largo de nuestras vidas.
Histéricas por el inmenso caudal de visitantes que reciben cotidianamente, las
edificaciones del Centro Histórico escupen sus amargas siluetas sobre las
calles, aumentando considerablemente su altura y magnificencia. Pero ya nada
parece sorprendernos. Ha desaparecido el asombro ante el oropel del Palacio de Correos;
la sensación de vértigo de la Torre Latinoamericana; incluso la placidez de la
Plaza de la Constitución (cuando no está ocupada por algún evento
multitudinario) se vuelve rutinaria extensión
que no vale la pena recorrer en su totalidad. Y lo mismo podríamos decir
si agotamos las excursiones al Jardín Hidalgo de Coyoacán; los canales de Xochimilco a bordo de sus
trajineras o la peregrinación sin devoción a la Basílica de Guadalupe y al
cerro del Tepeyac.
Recordamos entonces que la ciudad es más ancha, integrada
por cientos de barrios anónimos que sólo conocen quienes los habitan de
continuo. Ante dicha revelación, surge en algunos el espíritu de la aventura,
la emoción irrefrenable por internarse por avenidas de nombres poco mencionados
en los noticieros televisivos, una cierta disposición a encontrar atracciones
modestas, de brillo minúsculo, casi fugaz, pero capaces de alimentar nuevamente
la dicha por vivir en la megalópolis cuyos orígenes se remontan a un pequeño
islote sobre el lago salobre.
Entonces esos intrépidos se lanzan a las colonias
de la periferia, que no por carecer de ruinas precolombinas o catedrales de
piedra tienen una menor edad de ser erigidas. Poco frecuente es pensar que la
toponimia de ciertas localidades antecede en edad a la urbe nombrada en honor a
Tenoch, como si la historia de una ciudad pudiera escribirse sólo a partir de la
fundación de un imperio, olvidando que así como la nación mexicana se integra
de gran variedad de pueblos y culturas así también la ciudad capital se ha
compuesto por la asimilación de numerosas localidades a través de los siglos,
integrándolas a su jurisdicción (que no su identidad o la historia común de sus
pobladores). Están, por nombrar algunas de ellas, los pueblos de Tacubaya,
Tacuba, Santa Isabel Tola, de Culhuacán o la Magdalena Mixhiuca. Poco queda en
pie en cuanto testimonio visual y plástico de sus orígenes, mismos que se
hallan recogidos por sus respectivos cronistas, transmisores orales casi
anónimos cuyas historias son pasadas de generación en generación, ardua tarea
de sostener pequeños cuadrantes que unidos integran el imposible imaginario de
la ciudad.
Asistimos, casi siempre (si es que vamos ahí como curiosos en busca de lo exótico) "desde fuera", a la resistencia que cada uno de esos pueblos denominados “originarios”
emprende frente a la voraz urbanización de espacios comerciales y construcción
de condominios que amenazan con destruir sus pocos focos de unión comunitaria,
al no contar con patronatos o fideicomisos que preserven las áreas comunes
donde celebrar las costumbres y tradiciones que dan sentido de identidad a sus
habitantes. Alguna vez comunidades a las afueras de la ciudad, con sus propios
rasgos culturales, son hoy una denominación administrativa más, equiparable con
la de colonias que surgieron hace apenas veinte o treinta años. Los automóviles
y los peatones pasan de ellas camino a sus ocupaciones cotidianas, desconocedores
de que la ciudad estaría un poco menos sin ellos, sin su plaza pública donde
antes se celebraban las verbenas populares o se desarrolló un hecho de especial
importancia para los destinos del país, una batalla o la casa donde vivió un
personaje notable de la historia de México, etc.
Y a partir de esta pequeña precisión
que casi siempre pasamos por alto (porque incluso rescatarla del olvido y
ponerla en práctica sólo en nombre del turismo es lo mismo que ignorarla), es
que podemos llegar a enfoques mucho más relevantes para nuestra concepción
cotidiana de la realidad social. Hemos contribuido, con este tipo de
apreciaciones fáciles, a que la ciudad se vuelva uniforme, continuo trazado de
calles y edificios donde rondan las estúpidas proclamas del progreso huero, una
de ellas la de “no importa los diversos rasgos que formaron nuestra herencia histórica,
cultural y social, pues lo único que importa es el futuro común hacia el que
nos dirigimos cada uno de nosotros”. Desde el discurso agresivo del poder
político de una oligarquía la diferencia se percibe como una amenaza a una
supuesta estabilidad socio-económica. Lo ideal sería, para ese régimen fascista,
que llegue un momento donde nadie recuerde de donde ha venido, para que tampoco
le importe donde se encuentra ni hacia donde se dirige.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)