Trac,
trac. Enciende la luz del cuarto de baño, y lo primero que encuentra es su
reflejo, señalado en buena parte por unos ojos rojos que se fijan en el cristal
empañado como preguntándose acerca de la inclemente madrugada que no parece
terminar nunca. Apenas veintiséis años y ya no puede dormir, pensando en la
cercanía de las enfermedades, las preocupaciones económicas y las perspectivas
laborales que no llenan sus expectativas. Hace calor afuera, más allá del
mosquitero presencias ocultas palpitan inquietas a causa de la pantalla de luz,
aguardando la invitación para mejor colarse a la ceremonia del insomnio. Los dedos
flacos y pálidos parten por la mitad aquel rostro, apareciendo un anaquel repleto
de botellas, jabones, frascos y cajas humedecidas. ¿Habrá alguien que gobierne
esos movimientos nerviosos o simplemente han cobrado vida propia? No está
seguro, pues su cabeza ya había volado siguiendo la hebra que configuran
pensamientos difusos, sostenidos apenas por la certeza de una cura, mínimo
alivio para destellos de neurosis, picaduras de insectos invisibles habitantes
de los rincones del alma. Todo él se expande por la habitación de azulejos
floridos, al compás de una cierta respiración, mientras las yemas de los dedos
leen etiquetas, rugosas prescripciones, objetos que se estorban en el preciso
momento de su inutilidad recobrada, para desvanecerse en una estela de materia
informe. Por fin llega a la cajita huraña, escondida tras restos de cotonetes y
navajas de rasurar oxidadas. En su interior se agitan dos pastillas milagrosas,
que hasta ahora permanecían en su largo sueño aséptico, como gobernando un
tiempo desconocedor de vehemencias y palpitaciones. ¡Están aquí!, exclama
jubiloso, y por un momento olvida la complejidad en ciernes que lo ha traído
dando vuelcos, adelantándose a la pacificación, donde el yo se desvanece y todo
se reintegra al mar calmo, fuera de cualquier experiencia, incapaz de
percepciones clasificatorias, deseoso de desvanecerse en llamaradas oscuras,
olvido y solo olvido de ser- estar. Con las manos quietas vuelve la puerta
hecha de espejos, las sinapsis abrazan su recobrado dominio en conciencias
claras y duraderas, donde cabeza-torax-miembros reconcilian su frenesí para ser
conducto donde naufragará la sustancia activadora del sueño, cual nave cóncava
ofrendada a la tormenta para apaciguar la furia de un dios enloquecido. Libación
en agua de grifo, vaso de vidrio que se alza para reflejar a su manera los
destellos crepusculares de una mente enferma, a punto de apagarse para no más
pensar. Mañana persigue formas irregulares en las nubes, porque no hay otra
cosa que comer en casa. Hoy, tan solo queda tiempo para dormir.
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