8 de enero de 2009

Aoristo












Majestuoso y sin moverse, tiró a un lado la única arma de la que disponía.

Enfrentó el amanecer con un par de brazos cansados y unas piernas famélicas, agotadas por recorrer todos los desiertos y todos los sueños posibles en los que son capaces de andar todos los hombres de la tierra.

Tocó su nuca y luego sus mejillas. Sintió el rumor seco de algo que se quemaba dentro de él, a punto de salir. Una ebullición, un temblor insólito se presentaba en todo su ser.

Intuía que era cuestión de tiempo, un momento quizás. O tal vez una eternidad. ¿Quién pudiera saberlo? De todas formas parecía que no contaba con una historia, algo anterior a ese momento. Tampoco un presente, porque acaso todo se desvanece apenas se respira. El futuro nunca lo creyó. Lo imaginaba como un capricho de los sabios y de los profetas, de los soñadores dictadores y tiranos, de los idealistas y de los meteorólogos.

Se dio cuenta que esto era algo que estaba pasando y que no había forma alguna de frenarlo. Hubiera sido posible el detener al general con su ejército que destruyó a todo un imperio, el frenar el sueño de aquel ególatra, el conseguir entorpecer la larga marcha de los que recorrieron la estepa. Maldecir aquel mar oceano para que aquellos nunca cruzaran al otro lado.

Todo aquello era posible, aún ahora, que era pasado. Pero en su caso, en él, nada. Todo era una larga espera, atemporal y silenciosa. Pensó en el mar, en el firmamento, en el fuego eterno, en la paradoja del movimiento, en el número, en la vida, en la muerte.

Una suave brisa, un murmullo. Una caricia, el grito de un recién nacido, la última respiración de el agónico, un disparo, el olor de la manzana. De pronto alguien, que hasta ese momento sólo lo estaba pensando, lo pronunció.

Luego, él desapareció.

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