Cada noche al recostarme en la
cama, decidido a dormir hasta que el sol se levante otra vez sobre La Tierra,
me asaltan decenas de ideas poderosas, cada una de distinta envergadura, todas
ellas pidiéndome atención, como si al hacerlo alguna pudiera salir para realizarse.
Pospongo el momento propicio para
el sueño. Me levanto y enfilo en dirección a mi escritorio, donde un par de
hojas blancas se muestran sorprendidas ante la aparición repentina de su sueño.
Inquietas, agitándose en la oscuridad, parecen preguntarme: “¿Qué haces aquí?
¿Algo anda mal? ¿Vienes acaso a dictarnos algún pensamiento apesadumbrado,
cierto padecimiento que aqueja tu alma de anciano solitario?”
Rodeo con cuidado el rectángulo
de madera, sin perder de vista la diminuta superficie blanca que ondea como una
llama purificando la noche. Contemplo aquella densidad etérea hasta que cae,
como si alguien le diera la orden de extinguirse, y ya con la ventana de mi
habitación completamente cerrada, sin corriente de aire que surque la
habitación y maliciosa otorgue vida a mis pertenencias, me acerco a la silla
acolchada color negro eternizada en su postura recta, esa que ha recibido
tantas veces a este cuerpo indisciplinado sin lograr apaciguarlo o al menos
conducirlo a destinos más prominentes (funcionario público, administrativo en alguna
oficina empresarial).
Y mis piernas tiemblan como hacía
mucho no temblaban, mientras acomodo la espalda por completo en el respaldo. Mi
cuerpo es recorrido por un extraño escalofrío al posar las manos sobre el
escritorio, cual si presintiera que algo malo está por suceder. Pero la habitación
permanece en silencio, completa es su calma. Solo rechinan de vez en cuando los
muebles, que de tan viejos resisten el paso de la humedad, el calor y las heladas
a la manera de los gestos inmóviles de las estatuas de héroes. Los vidrios de
las ventanas se cimbran en la noche, frágil frontera de los reinos que anuncia
los bailes perpetuos del viento. Cada uno de estos accidentes vienen a
saludarme, y mi alma les responde con un gesto humilde, piadoso.
El bolígrafo se apodera de mis
dedos, siento como si de su oblonga superficie salieran invisibles tenazas que
aprisionan la piel, completando la continua ilusión labrada por mi mente y de
la cual no he logrado sustraerme hasta ahora de que existe una conexión fantasmagórica
entre ciertos objetos y mis instintos más sediciosos. ¿Debería resistirme? ¿O
más bien esperar para ver hasta dónde llegarán mis voliciones? Luego, ¿gritar?
¿Correr aterrado para refugiarme en mi lecho, cubrirme con las sábanas y tratar
(de una vez por todas) de dormir?
Sí, todo sea para aumentar las
posibilidades de poder dormir. Me digo “vamos ya, de prisa”, como si fuera un
conjunto de actos impostergables. Comencemos. Escribo: “Hace varios días que no
consigo cerrar los ojos…”