28 de junio de 2016

Lot





Lo que le causaba asombro de la existencia no era tanto el que la suya particular fuera a terminar algún día, en el futuro, sino que en el preciso momento en que él estaba ahí leyendo a Demóstenes, ya habían transcurrido miles de años de civilizaciones, y en ellos millones de seres humanos habían desesperado, deseado, sentido y pensado. Era el terror del “demasiado tarde para empezar a vivir”, como si el flujo del tiempo avanzara a empellones, arrastrando consigo la sangre de otros que igual a él no habían hecho otra cosa que vivir, disponiendo de lo que tenían frente a sí, de un pedazo muy particular de mundo y acontecimientos. Y él podía percibir eso, por más que hubiera querido desentenderse. Le tocaría deshacerse contra la tierra poco a poco, reviviendo en su carne el drama mudo de la existencia humana, que no podía cuantificarse ni compararse de ningún modo. Era su turno, pero también era un poco ya todos los fracasos inevitables de generaciones anteriores, de las cuales no quedaba ni siquiera polvo. Vivía, pero sólo hasta cierto punto. Del otro lado del espectro él ya estaba condenado, incluso antes de haber nacido. La historia siempre lo pulverizaría cuando tratara de asomar la cabeza para cerciorarse de la magnitud de la corriente que lo arrastraba, de si ésta tenía fondo o alguna orilla donde poder reposar y encontrar verdades esenciales. Y era tanto como negarlo, imaginar que todavía estaba sucediendo el juicio a Sócrates; que un campesino se levantaba con el primer destello de una mañana radiante de Thermidor; o que cierta familia contaba historias del origen del mundo alrededor del fuego, una noche interminable en el desierto del Sahara. Bastaba también con cerrar los ojos para remontarse y desmontarlo todo, instante por instante. Sentir nuevamente la cualidad de liviana que puede tener la vida, sin tener que acumularse en inconmensurables piletas metafísicas. Quizás era por eso que soñaba, para desahogar un poco su angustia y elegir la otra perspectiva, esa que al contacto con los objetos deja un momentáneo sabor a sal en la piel, permisiva para proseguir con la seguridad de no quedar convertido por completo en estatua cada vez que quisiera volverse para mirar y desandar el camino.




15 de junio de 2016

A.





Los barrios estelares de la ciudad de México acaparan la portada imaginaria de ese folletín turístico que los chilangos nos hemos formado a base de experiencias dominicales a lo largo de nuestras vidas. Histéricas por el inmenso caudal de visitantes que reciben cotidianamente, las edificaciones del Centro Histórico escupen sus amargas siluetas sobre las calles, aumentando considerablemente su altura y magnificencia. Pero ya nada parece sorprendernos. Ha desaparecido el asombro ante el oropel del Palacio de Correos; la sensación de vértigo de la Torre Latinoamericana; incluso la placidez de la Plaza de la Constitución (cuando no está ocupada por algún evento multitudinario) se vuelve rutinaria extensión  que no vale la pena recorrer en su totalidad. Y lo mismo podríamos decir si agotamos las excursiones al Jardín Hidalgo de Coyoacán;  los canales de Xochimilco a bordo de sus trajineras o la peregrinación sin devoción a la Basílica de Guadalupe y al cerro del Tepeyac. 

Recordamos entonces que la ciudad es más ancha, integrada por cientos de barrios anónimos que sólo conocen quienes los habitan de continuo. Ante dicha revelación, surge en algunos el espíritu de la aventura, la emoción irrefrenable por internarse por avenidas de nombres poco mencionados en los noticieros televisivos, una cierta disposición a encontrar atracciones modestas, de brillo minúsculo, casi fugaz, pero capaces de alimentar nuevamente la dicha por vivir en la megalópolis cuyos orígenes se remontan a un pequeño islote sobre el lago salobre. 

Entonces esos intrépidos se lanzan a las colonias de la periferia, que no por carecer de ruinas precolombinas o catedrales de piedra tienen una menor edad de ser erigidas. Poco frecuente es pensar que la toponimia de ciertas localidades antecede en edad a la urbe nombrada en honor a Tenoch, como si la historia de una ciudad pudiera escribirse sólo a partir de la fundación de un imperio, olvidando que así como la nación mexicana se integra de gran variedad de pueblos y culturas así también la ciudad capital se ha compuesto por la asimilación de numerosas localidades a través de los siglos, integrándolas a su jurisdicción (que no su identidad o la historia común de sus pobladores). Están, por nombrar algunas de ellas, los pueblos de Tacubaya, Tacuba, Santa Isabel Tola, de Culhuacán o la Magdalena Mixhiuca. Poco queda en pie en cuanto testimonio visual y plástico de sus orígenes, mismos que se hallan recogidos por sus respectivos cronistas, transmisores orales casi anónimos cuyas historias son pasadas de generación en generación, ardua tarea de sostener pequeños cuadrantes que unidos integran el imposible imaginario de la ciudad. 

Asistimos, casi siempre (si es que vamos ahí como curiosos en busca de lo exótico) "desde fuera", a la resistencia que cada uno de esos pueblos denominados “originarios” emprende frente a la voraz urbanización de espacios comerciales y construcción de condominios que amenazan con destruir sus pocos focos de unión comunitaria, al no contar con patronatos o fideicomisos que preserven las áreas comunes donde celebrar las costumbres y tradiciones que dan sentido de identidad a sus habitantes. Alguna vez comunidades a las afueras de la ciudad, con sus propios rasgos culturales, son hoy una denominación administrativa más, equiparable con la de colonias que surgieron hace apenas veinte o treinta años. Los automóviles y los peatones pasan de ellas camino a sus ocupaciones cotidianas, desconocedores de que la ciudad estaría un poco menos sin ellos, sin su plaza pública donde antes se celebraban las verbenas populares o se desarrolló un hecho de especial importancia para los destinos del país, una batalla o la casa donde vivió un personaje notable de la historia de México, etc. 

Y a partir de esta pequeña precisión que casi siempre pasamos por alto (porque incluso rescatarla del olvido y ponerla en práctica sólo en nombre del turismo es lo mismo que ignorarla), es que podemos llegar a enfoques mucho más relevantes para nuestra concepción cotidiana de la realidad social. Hemos contribuido, con este tipo de apreciaciones fáciles, a que la ciudad se vuelva uniforme, continuo trazado de calles y edificios donde rondan las estúpidas proclamas del progreso huero, una de ellas la de “no importa los diversos rasgos que formaron nuestra herencia histórica, cultural y social, pues lo único que importa es el futuro común hacia el que nos dirigimos cada uno de nosotros”. Desde el discurso agresivo del poder político de una oligarquía la diferencia se percibe como una amenaza a una supuesta estabilidad socio-económica. Lo ideal sería, para ese régimen fascista, que llegue un momento donde nadie recuerde de donde ha venido, para que tampoco le importe donde se encuentra ni hacia donde se dirige.