16 de mayo de 2015

Orgullo de lector


Gaston Bachelard


En cuanto a nosotros, aficionados a la lectura feliz, no leemos ni releemos más que lo que nos gusta, con un pequeño orgullo de lector mezclado con mucho entusiasmo. Mientras el orgullo suele desarrollarse por lo general en un sentimiento avasallador que pesa sobre todo el psiquismo, la punta de orgullo que nace de la adhesión a una dicha de imagen, es siempre discreta, secreta. Está en nosotros, simples lectores, para nosotros, únicamente para nosotros. Es un orgullo de cámara. Nadie sabe que revivimos, leyendo, nuestras tentaciones de ser poetas. Todo lector un poco apasionado por la lectura, alienta y reprime, leyendo, un deseo de ser escritor. Cuando la página leída es demasiado bella la modestia reprime ese deseo. Pero el deseo renace. De todas maneras, todo lector que relee una obra que ama, sabe que las páginas amadas le conciernen.



En La póetica del espacio.






15


Rubén Bonifaz Nuño


No me ilusiono, admito, es de mi gusto,
que soy un hombre igual a todos.
Trabajo en algo, cobro
mi sueldo insuficiente; me divierto
cuando puedo, o me aburro hasta morirme;
hablo, me callo a veces, pido
mi comida, y a ratos
quisiera ser feliz gloriosamente,
y hago el amor, o voy y vengo
sin nadie que me siga. Tengo un perro
y algunas cosas mías.

En general, no estoy conforme
ni me resigno. Quiero mi derecho,
de hombre común, a deshacerme
la frente contra el muro, a golpearme,
en plena lucidez, contra los ojos
cerrados de las puertas; o de plano
y porque sí, a treparme en una silla,
en cualquier calle, a lo mariachi,
y cantar las cosas que me placen.

También, monumental, hago mi juego
en serio con las gentes,
según las reglas, y reclamo
mis ganancias y pérdidas, y busco
la revancha, o perdono
por generoso o por flojera.

Manos de hombre tengo; manos
para tomar, de las cosas que existen,
lo que por hombre se me debe,
y, por lo que yo debo, hacer algunas
de las cosas que faltan.

Y reconozco que me importa
ser pobre, y que me humilla,
y que lo disimulo por orgullo.

Tú, compañero, cómplice que llevo
dentro de todos, junto a mí, lo sabes.
Hermano de trabajos que caminas
en hombres y mujeres, apretado
como la carne contra el hueso,
y vives, sudas y alborotas
en mí y conmigo y para mí y contigo.



De Fuego de pobres (1961)


1 de mayo de 2015

Donde se aquietan la lluvia amarga y un par de brazos



Trac, trac. Enciende la luz del cuarto de baño, y lo primero que encuentra es su reflejo, señalado en buena parte por unos ojos rojos que se fijan en el cristal empañado como preguntándose acerca de la inclemente madrugada que no parece terminar nunca. Apenas veintiséis años y ya no puede dormir, pensando en la cercanía de las enfermedades, las preocupaciones económicas y las perspectivas laborales que no llenan sus expectativas. Hace calor afuera, más allá del mosquitero presencias ocultas palpitan inquietas a causa de la pantalla de luz, aguardando la invitación para mejor colarse a la ceremonia del insomnio. Los dedos flacos y pálidos parten por la mitad aquel rostro, apareciendo un anaquel repleto de botellas, jabones, frascos y cajas humedecidas. ¿Habrá alguien que gobierne esos movimientos nerviosos o simplemente han cobrado vida propia? No está seguro, pues su cabeza ya había volado siguiendo la hebra que configuran pensamientos difusos, sostenidos apenas por la certeza de una cura, mínimo alivio para destellos de neurosis, picaduras de insectos invisibles habitantes de los rincones del alma. Todo él se expande por la habitación de azulejos floridos, al compás de una cierta respiración, mientras las yemas de los dedos leen etiquetas, rugosas prescripciones, objetos que se estorban en el preciso momento de su inutilidad recobrada, para desvanecerse en una estela de materia informe. Por fin llega a la cajita huraña, escondida tras restos de cotonetes y navajas de rasurar oxidadas. En su interior se agitan dos pastillas milagrosas, que hasta ahora permanecían en su largo sueño aséptico, como gobernando un tiempo desconocedor de vehemencias y palpitaciones. ¡Están aquí!, exclama jubiloso, y por un momento olvida la complejidad en ciernes que lo ha traído dando vuelcos, adelantándose a la pacificación, donde el yo se desvanece y todo se reintegra al mar calmo, fuera de cualquier experiencia, incapaz de percepciones clasificatorias, deseoso de desvanecerse en llamaradas oscuras, olvido y solo olvido de ser- estar. Con las manos quietas vuelve la puerta hecha de espejos, las sinapsis abrazan su recobrado dominio en conciencias claras y duraderas, donde cabeza-torax-miembros reconcilian su frenesí para ser conducto donde naufragará la sustancia activadora del sueño, cual nave cóncava ofrendada a la tormenta para apaciguar la furia de un dios enloquecido. Libación en agua de grifo, vaso de vidrio que se alza para reflejar a su manera los destellos crepusculares de una mente enferma, a punto de apagarse para no más pensar. Mañana persigue formas irregulares en las nubes, porque no hay otra cosa que comer en casa. Hoy, tan solo queda tiempo para dormir.