6 de junio de 2013

Y si las cosas salen mal...






Este minuto de angustia es más valioso que todos los otros, existentes en mí, ya finiquitados. Las mismas estaciones donde días atrás varios se arrojaron, dispuestos a terminar todo, quien sabe si anhelantes de una segunda, mejor oportunidad. Es difícil pensar en otra cosa cuando todo te cubre de golpe, desde dentro hacia fuera. No hay nubes negras, tampoco rostros delirantes. Solamente esta angustia, como un dolor punzante y persistente, que no permite pensar en nada. Las imágenes se agolpan con furia, y deseas que termine de una vez por todas aquel torrente. Cortar de tajo este estado, con lo que esté disponible a la mano. El silencio adquiere un cariz sanador, se vuelve una obsesión. Una vez ahí, ya no hay vuelta atrás.


Carla se acordó de todos los días que su madre le preparó el almuerzo: el trastecito color lila, tantas veces ocupado por sándwiches y ensaladas. ¿Dónde estaría ahora? Se mudó hace tantos años de la casa materna, y ahora tenía ganas de volver. Llegaría directamente a preguntarle “¿y mi trastecito lila mamá? ¿Todavía lo tienes?” Sí, seguro lo conservaba. Guardado en la alacena blanca, acompañado de otros enseres. Proyectaba la imagen de los trastes ordenados, en hilera, limpios. Quietud, la primera en muchos años. Luego se arrojó.


Me asomo por la ventana tratando de ver a las personas que esperan en la otra dirección. Están despreocupadas, como si supieran todo de antemano. Si alguien les dijera que mañana sucederá algo fatal en sus vidas, se trastornarían de inmediato. Pero volverían a la normalidad de inmediato.


Yo las envidio. Saludo con desdén al guardia de seguridad de la entrada. Anoche me dormí pensando en la muerte, y ahí sigo. Mañana en el cine seguramente olvidaré todo, abrazado de Miranda. Pero hoy está todo muy confuso.


En los periódicos siempre se muestran discretos con los suicidios. Ocupan un espacio bastante pequeño en comparación con otras notas, como aquellas que hablan de los asesinatos a sangre fría, los accidentes, los secuestros. Apenas unos cuantos detalles, casi nula información sobre el finado. Alguna conjetura, muy superficial.


Concretamente recuerdo a Alan, un amigo mío de preparatoria. El se suicidó hace unos años. Cuando pienso en su rostro intranquilo, contenido, pienso en el dolor que provocan los recuerdos. Es una asociación peligrosa. Y sin embargo notablemente clara. Los años pasan a nuestro alrededor, destruyéndonos poco a poco. Es inevitable la muerte, paulatina, nadie puede escaparse a ella. Pero él quiso enfrentarla de una buena vez. Para muchos alteró “el ciclo natural de las cosas”. Mi teoría es que el suicidio resulta horrendo porque pone en aviso algo que debe ser espontáneo, sorpresivo. Pero, ¿alterar el ciclo? Trajo la muerte a su vida, punto. Murió.


Tecleo con fuerza, miro al monitor. Los ojos me duelen, estoy enfrascado en mis ocupaciones. Nada me distrae. La mente trabaja a dos niveles, maldita sea. La atmósfera está enrarecida, hay una incomodidad. Será el calor. O simplemente son ideas mías.


Sabíamos que sufría, pero no nos imaginamos un desenlace como aquel. No acudí al funeral. No era tan cercano. Otros amigos si lo conocían más a fondo. Su perfil de la red social se llenó de mensajes póstumos. Había de todo: enojo, tristeza, dolor. Sorpresa. Mucha sorpresa.


Contemplo los rieles, tan inofensivos, no parece que a través de ellos fluya la corriente eléctrica. Si por accidente me cayera sobre ellos, me electrocutaría. Seguro moriría en unos segundos. Antes de que pasara el tren, sin violencia. Tal vez se detendría. Recogerían mi cadáver en unos minutos. Y ya.


No quise hacerles preguntas. Cosas como ¿cuál fue el motivo? ¿Cómo lo hizo…? Los días y noches siguientes no pude dormir. Pensaba y pensaba en su desaparición. En el instante en que dejó salir su último respiro. Y después solo un montón de carne. Sin misterios, sin sueños, sin imágenes. Todo se detiene para siempre. Un mundo de significados se desintegra, irremplazable. En ese instante algo de nosotros se murió para siempre: lo que de nosotros conocía Alan. Nos arrebató una perspectiva de nuestra existencia. Sin nuestro permiso. Pero, aunque siguiera existiendo, ¿qué importa? ¿Qué importa su muerte para nosotros, hoy y de ahora en adelante?


Llego a casa en la noche. Hay una oscuridad y silencio casi completos. Mis tripas gruñen. Tengo hambre desde hace varias horas. Mis piernas, ojos y espalda acusan cansancio. Me comunican su vida. Son más fuertes que mis pensamientos, que apenas surcan por mi mente se desvanecen. Esos que se despiden de mí ser con sutileza. No hay ceremonial, simplemente se van. No obstante, sigo siendo el mismo.


Tuve la idea, hace algunos meses, de hacer un álbum de recortes de periódico. Su contenido, quizás desagradable para algunos. Suicidios. Desistí. Solo logre juntar unos cuantos pedacitos. Los buscaré. Tengo ganas de leerlos.


Y otra vez en la cama, tratando de dormir. Contemplo el librero de mi habitación, sin poner atención en sus formas. Algo se dibuja dentro de mí, pero no quiero que siga. En unos minutos dormiré, pero ahora estoy inquieto. Trato de pensar en lo que haré mañana.
Eso siempre ayuda. De pronto ya estaré en otras cosas.


Los dos psiquiatras que me atendieron, muy serios pero amables, escuchaban todo con atención. Ellos, ¿alguna vez…? Seguramente. ¿Qué pensaban en aquellas noches? ¿Se imaginaron que atenderían a muchachitos deprimidos en el futuro? Dejé de asistir un día, sin motivo. De alguna forma me sentí mejor. Hay crónicas de eso en algunas hojas de cuaderno. Pero nada más. No quiero dar testimonio de lo que sentía por aquellos días. Es mejor olvidarlo porque ¿a quién ayuda?


Nunca termine una historia ideada hace varios años sobre un par de amigos, uno de los cuales se suicidaba. El título era bastante rebuscado. Algunos párrafos, y ya. Como muchas otras cosas que empiezo y nunca termino.


Quisiera estar contigo en estos momentos. Abrazado a tu cuerpo. Sentir que no hay nada más en este mundo. Vivir para siempre juntos, lejos del mundo. Que egoísta. Que grotesco. Es una idea romántica bastante enferma. El contraste no ayuda.


Entre ayer y hoy varias sensaciones. Nada nuevo, me pasaría igual si estuviera de vacaciones, fuera de casa. De niño era muy callado, no tenía muchos amigos. El único que tenía era un primo cercano. Pero no jugábamos mucho. Casi todo el tiempo estuve solo. Y eso no ha cambiado mucho que digamos.


En mis sueños hay lugares que en verdad existen, acontecen cosas que no recuerdo al día siguiente. Solo quedan sensaciones, que de tan vívidas me inquietan. Seguro ya lo pensó un escritor: el sueño es la puerta a otra vida, un vaso comunicante a un yo alterno, que en esos momentos vive en alguna parte del universo. Nos colamos a flashbacks de su propia vida, por eso al día siguiente no entendemos nada. Solo lo haríamos de ser él mismo.


Por otra parte, el único velorio al que he asistido es al de mi abuela Sandra. Ninguno más. Ni falta hace. Ella murió de cáncer. Fue una muerte lentamente anunciada, todo lo contrario a la de Alan. Los pongo como polos opuestos, cuando en realidad son personas, no sirven de modelos para nada. Vivieron, murieron, con circunstancias personales que de tan distintas se pierden en una heterogeneidad de la cual nunca pude conocer ni una milésima parte. Pero están en mis pensamientos. Cuando recuerdo la muerte, ahí están. Cercanos, danzantes, como si estuvieran vivos aún.


“Y si las cosas salen mal” pienso. “Y si las cosas salen mal”, seré pronto uno de ellos. Acaso alguien pensara en mí. Seré un modelo cuando otro piense en la muerte, pero yo no estaré ahí. Será mi tragedia: un anuncio en el periódico sobre un fatídico accidente, algún impulso adolescente, estar en el lugar y tiempo equivocados. Fuera de toda teorización, de toda vivencia.


Los últimos días de mi abuela son los recuerdos más dolorosos de mi vida. Creí que podría lidiar con ellos, pero no. Pienso en ellos y vienen a mi mente imágenes repletas de angustia. Una extraña culpabilidad, de estar bien, mientras ella se moría. No poder hacer nada. Almacenar eso como se almacena un dato histórico para un examen final. No tener alternativa más que la propia vida, la inmensidad de la vida.


¿Qué le diría a Alan si pudiera hablarle de nuevo? Preguntas tontas, seguramente. Nada verdaderamente significativo. Ese tipo de sentencias que definen lo que somos, ¿por qué son tan difíciles? Quisiera verlo de nuevo, su rostro, lleno de conflictos sin resolver. Su endeble humanidad, perdiéndose en instantes irrecuperables. Decirle “oye, sin proponértelo ya estás muriendo. Lentamente, igual que todos”


Retomaría mi historia de los amigos, uno de ellos suicida. Omitiría nombres. Echaría mano de mi imaginación, porque no era cercano. Tendría que pensar cómo es enfrentarte a esa situación sin haberla vivido. Pura ficción y especulación.


Me levanto para tomar agua. En poco tiempo amanecerá. Levanto el cuaderno de apuntes arrumbado en el escritorio, busco la última página. Leo lo que escribí ayer: “en todas las noches hay ideas, y todas esas ideas también tienen su reverso: sus propias noches.”


Por primera vez siento el impulso por remontar el tiempo en dirección contraria: pensar en mis muertos de otra manera, su más lejano pasado. Esos días cuando niños, de los cuales hay testimonios en fotografías familiares. Mi madre conserva algunas de mi abuela, habrá que buscarlas. Así como traté de imaginar de nuevo el rostro de Alan tal y como lo recuerdo de la última vez que lo vi, trato de soñarlo como fue cuando pequeño. Tres, cuatro, cinco años a lo mucho. Y las ideas no tardan en salir:


“En esos patios inmensos del jardín de niños, Alan pasó los mejores días de su vida. Se le distinguía de sus compañeros de clase porque su madre lo vestía con tirantes, y continuamente se le desabrochaban las agujetas de los zapatos. Era bastante inquieto, y muchas veces se llegó a pelear con otros niños. Incluso una vez, por ejemplo, le pegó a una niña.”


Me pregunto si mi abuela pasó años felices en su infancia. Su historia tendrá lugar en una ciudad distinta. En ella no existe la violencia de hoy en día. Los camiones son escasos, no hay tanta contaminación. El cáncer es algo que de tan lejano se antoja imposible, no solo para ella, sino para todo el mundo. De pronto todos están vivos, ya nadie muere. Tomada de las manos de una tía, que fue quien cuidó de ella, Sandra camina por un mercado popular. Contempla con asombro los puestos repletos de legumbres, frutas y semillas, guajolotes, gallinas. El mundo asoma de repente ante su presencia. Está todo contenido ahí, incluso… incluso “eso”, oculto, velado. Pero ella no lo sabe. Hay una imagen que queda grabada en su mente, quien sabe si para siempre: un niño que desgrana elotes en un puesto, sentado en una sillita de madera, la mira de repente. Tema trillado, pero increíblemente milagroso: las miradas de ambos se cruzan por un instante. Suficiente: algo de la vida de ambos ha quedado arrancado, secuestrado para siempre. Cuando desaparezcan de este mundo, cuando las cosas salgan mal, quizás persistan en el otro: un pedazo de la vida de la abuela Sandra no habrá de sufrir el mismo destino que todas esas perspectivas de saber que Sandra murió habitantes en quienes la conocieron y trataron íntimamente. La abuela Sandra quizás está viva ahora, en lo más hondo de los recuerdos de un asilo para ancianos, en una casita de cartón, durmiendo al cuidado de ciertos bisnietos.


No quiero dejar de escribir, pero el agotamiento se vuelve más y más grande.

Antes de volver a dormir pienso otra vez en Alan. Ahora lo veo corriendo presuroso tras un balón, en alguna tarde de secundaria. Antes de llegar, se resbala. Su caída es tan graciosa que todos los compañeros estallan en risa. Pero la acción sigue: ahora ya están de nuevo en el partido de fútbol, bajo un sol a plomo.


Cada quien debería tomar aquellos modelos de muerte y trasmutarlos en historias. Así, hasta el infinito. Hasta que no podamos más, y nos llegue a nuestra vez la propia muerte. Volvernos biógrafos de los momentos más triviales, más anecdóticos de aquellas presencias que nos dan vueltas y vueltas en la cabeza, luchar con ellos en ese infinito instante, en ese eterno retorno del que habla cierto pensador.


“Y si las cosas salen mal”, me digo. Y cruzo las esquinas, abordo los autobuses, camino por calles oscuras, avanzo a tientas en el cuarto de baño con los ojos y plantas de los pies cubiertos de jabón. “Y si las cosas salen mal”, como en el caso de la abuela Sandra, de Alan, de tantos otros muertos: Judith, Angélica, Leonardo, Norberto, Jessica, con sus últimos rostros, su último dolor, su último pensamiento que nunca conoceré pero que intuyo en mis propias vivencias.


Camino por el pasillo, el espejo del fondo me devuelve mi imagen. Lentamente se hace más borrosa, como si alguien moviera todo en torno a mí. No sé si repentinamente se oscurecerá todo por completo, o si seguirá igual por algún tiempo.

“Y si las cosas salen mal…”, murmuro antes de terminar.