21 de enero de 2011

Balada del hastío

Mi desazón era producto del dúplex que nos alojaba a ti y a mí, insignes ejemplares de la juventud humana (tan radiantes, enérgicos y vivaces), aprisionando nuestras ilusiones al grado de dejarlas convertidas en montoncitos de chatarra, para luego venderlas por kilo en algún depósito de desencantos amorosos.

Tu padre no dejaba de reír con su programa cómico de la televisión, sentado en un sillón viejo que se asemejaba a una tumba. Ni tu ni yo podíamos movernos de nuestros lugares porque al instante su mirada de buen señor se posaría sobre ambos, y sin decir palabra nos interrogaría con un “¿se puede saber a donde van, muchachos?”, como en otras ocasiones lo había hecho. 

Y tu madre, a pesar de ser más comprensiva que aquel, se mantenía como producto de la costumbre suscrita a la misma sintonía radial que transmite a toda hora y desde el principio de los tiempos civilizados el estribillo “soy buena madre porque vigilo a todas horas a mi hijita adolescente”, y por más que con mis adulaciones prefabricadas y argumentos persuasivos trataba, no lograba cambiarla de aquella maldita frecuencia. 

“Jajaja”, escupía tu padre, “¿no quieren más refresco chicos?”, decía tu madre. Entre los dos evitando que tú y yo perpetuáramos el ritual de la adolescencia, buscando convertirnos en estatuas grecolatinas como para colocarlas en fuentes para ave. 

Se repetía armoniosamente, aderezada con tus bostezos y mis sonrisas fingidas, la eterna balada del hastío, con su 1,2,3,4; 1,2,3,4; 1,2,3,4. Los muebles rústicos que inundaban el reducido espacio de la sala, las plantas de sombra en los rincones, los cuadros colgados en la pared: todos aquellos objetos inertes eran el público de esa melodía que nos cantaba la vida los sábados y domingos por la tarde cuando iba a visitarte, aunque más que melodía a ambos nos parecía un escupitajo en la cara. 

Tomados de las manos, silenciosos ante la imperturbabilidad de la noche que se anunciaba por la ventana, nos arrojábamos al unísono hacia la única escapatoria posible. Imaginábamos una serie de notas desafinadas y caóticas que nos sabían a diversión desenfrenada.*



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* Por lo regular estas eran: imágenes de manos con el poder de desbaratar cajas fuertes; pies sin punto de apoyo que flotaban en la ingravidez del espacio; torsos que emulaban ciclos de lavado; voces sin fin que inventaban nuevos lenguajes empujados por una inminente muerte; cabellos agitándose frenéticos cual trigales azotados por el huracán; etc., etc., …

10 de enero de 2011

I



Las vacaciones o los recesos que duran más que un fin de semana, son para mí interregnos desagradables, en los cuales pierdo el ritmo de vida adquirido a fuerza de la rutina y la regularidad. El tiempo parece estancarse, queda solo una plataforma extraña en la cual se suceden imágenes, pensamientos y sensaciones, a la espera de que el mecanismo de los días con sus horarios y sus deberes se ponga en marcha de nueva cuenta.