11 de diciembre de 2010

Fe

Las calles se llenaron de murmullos, los cuales flotaban en el aire antes de desvanecerse en los oídos de la multitud. No importaba el calor, el hambre, la sed. Solamente los niños, cargados en los brazos de las madres, tapados con una gorra o un periódico, parecían estar vivos. Plañideros como al salir del vientre, respiraban con dificultad y se unían en un concierto de gritos aislados. Los adultos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, exhibían sus rostros de respeto, tratando de emular a las estatuas en su solemnidad, aunque sus pasos (débiles y difíciles) delataran su diferencia con respecto a los árboles y casas que dejaban atrás. 

Cada una de las personas de la procesión sabía exactamente su papel, el cual habían representado por largos años. Repetían una y otra vez frases que buscaban elevarse a los cielos, saludar a los hombres santos, mostrarles que ellos también sabían de piedad, obediencia y sobre todo de arrepentimiento. A ratos se escuchaban gritos que buscaban animar los cuerpos agotados, que salían del sopor de las oraciones para dar sentidas Gracias a la Virgen, denotar un cariño inmenso y un amor supraterrenal. 

En esos momentos, los pocos automovilistas que pasaban a su lado, se mostraban sorprendidos de su marcha, como águilas que merodean en el desierto y advierten la presencia de caravanas diminutas, extrañas, arrojadas a un ambiente hostil del que no pueden tener motivos o garantías. "¿Qué hacen esas figuras en medio de la calle? ¿Qué buscan, qué las mueve?", se preguntan los conductores desde el interior de sus caparazones relucientes sin encontrar respuesta. 

Rostros hoscos, compasivos, indiferentes, cariñosos o fervientes: los curiosos se detienen a mostrarles el crisol de reacciones que anida en cada uno de ellos, marcados por una educación distinta, similar, ambigua, transgresora o conciliadora. Permiten el paso a regañadientes, algunos quisieran abandonar sus ocupaciones actuales para seguirlos, otros simplemente se comportan con el guión de la urbanidad y el respeto.

El espectáculo de los estandartes, de las banderas, de las imágenes, de las voces y caracteres humanos, impera en la ciudad un día cada año. Su origen, como el de todas las demostraciones de fe que existen en cada pueblo, en cada cultura, se remite a los tiempos primigenios sorteando obstáculos imprevisibles. Algunas perduran entre la pompa y el festejo, otras se ocultan en cavernas oscuras so pena de ser completamente exterminadas. Todas ellas tratando de tender puentes a lo inefable, nutriéndose de una dimensión que los trasciende y a la cual muestran su condición de vulnerables. Por instantes, sienten que su existencia y la de los suyos en el universo, está de alguna manera justificada.