17 de junio de 2010

Trascendente

Busco indicios en las palabras, flotando en mares de libros
En las paredes, el brillo tenue de la luz reflejado en un cuerpo
En el asfalto mojado, llevado y traído por pasos apresurados

Pero es algo imposible de lograr en un sólo viaje
La lluvia del tiempo se evapora, sin dejar rastro palpable
Hay una única salida viable, apenas un sucedaneo

Es emprenderla de detective, rastrear a paso firme en silencio
En unas cuantas miradas que floten por el aire
Interrogar las puertas cerradas del cuarto de los amantes

Hacer de incógnito para coger por sorpresa a la desesperanza,
encarnada en un rostro detenido frente a un escaparate
Montar la guardia en las terminales de autobuses

Amenazar con el puño a las sórdidas estrellas que se dejan tocar
por una noche, por un año, por un siglo antes de irse
Perseguir a los sospechosos de siempre que se ocultan
a la vista del público en los parques, en los almacenes

Hacer algo, inútil, vago, pero por lo menos intentarlo
Coger del cuello algo que se muestre con la sonrisa lasciva
de la inmovilidad, de la trascendencia

Aunque después nos haga un truco de esos que domina tan bien
Presentarnos lo simple, claro y distinto
bajo el disfraz humano de lo complejo, oscuro y monótono

Esconder sus pisadas tras un bello montaje
para hacernos rasgar las vestiduras, gritando, enloquecidos:
¿Cómo lo hace, cómo lo hace?
Perdidos, como siempre... tan lejanos de lo trascendente

14 de junio de 2010

-          ¿Flores?
-          Si, flores. Llévale flores. Les encanta que les regalen flores.
Mi padre disfrutaba darme consejos para mis primeras citas. Se regodeaba en su papel de instructor en las cuestiones de la vida, en este caso en el terreno de las relaciones sentimentales, basado en su experiencia, su conocimiento nada despreciable de canciones románticas, gran ingenio y su buen humor a toda prueba.
Luego, el viejo me dijo, después de contemplarme por algunos segundos:
-          Reconozco esa mirada…
Yo me sonrojaba. El viejo se había dado cuenta de la llegada en mí de esa difícil edad en la cual el corazón, cual globo a la intemperie, se encuentra propenso a estallar con tal sólo mencionar el nombre específico de una chica.
-          Pero papá, -le dije, retomando su consejo sobre el regalo para Lizbeth, mi cita- a mí no me gustan las flores. Se me hacen algo muy inútil.
-          ¿Y qué? – me respondía ecuánime-. A ellas les gusta, ya te lo dije. Eso es lo que importa.
La sospecha de que había más diferencias que cosas en común entre un hombre y una mujer se me había presentado días antes. Lo más inexplicable era que a pesar de una larga lista de características, gustos y formas de pensar sobre tal o cual cosa, que como conclusión arrojara números rojos entre Lizbeth y yo, no cesaba en mí la imperiosa (aunque sin sentido si nos basamos en tales resultados) necesidad de estar con ella, de acercarme y…
-          Darle un beso.
-          ¿Qué? –le pregunté a mi padre.
-          Si. Cuando estén viendo la película en el cine, tómala de la mano. Ella te mirará y en ese momento, sin dudar debes acercarte y…
¿Darle un beso? Si, de acuerdo.  Estaba seguro tanto ella como yo lo deseábamos con toda nuestra alma, pero… ¿cómo? ¿Nada más así como así? ¿De repente?
Papá me decía esto de forma tan natural que yo no comprendía porque dentro de mí se agitaba un tornado incontrolable que amenazaba con destruirme.
-          Y si… ¿Y si de los nervios me desmayo? ¿O si en ese momento me dan ganas de estornudar o si ella…?
No dudó en reír. Acto seguido, como si nada hubiese sucedido, recupero su seriedad sin perder su habitual sesgo de buen humor.
-          Es normal que estés nervioso. Pero pon atención a lo que te digo. Hazme caso, todo va a estar bien. Tranquilo, te digo todo esto basado en la experiencia.
Ese día compré las flores y me alisté para salir al encuentro de Lizbeth. De camino a la cita no dejaban de resonar en mi cabeza las palabras pronunciadas hacía unos minutos por mi viejo: “Reconozco esa mirada”… “Debes acercarte y darle un beso”… “A ellas les gusta, ya te lo dije. Eso es lo que importa”.


Aún ahora, muchos años, nervios, citas, flores, películas en el cine, chicas y besos después, sigo atónito ante algo que, a diferencia de otras tantas preguntas de ese tiempo ahora respondidas, no he podido dejar de cuestionarme. Es la relativa al fenómeno de las diferencias.
Esas pequeñas, medianas, grandes diferencias existentes entre nosotros y ellas. Un hombre que es un mundo por sí sólo… y una mujer que es a su vez otro tan distinto… Diferencias que, sin embargo, son vencidas por aquel mosquito extraño el cual se posa sobre nosotros ocasionalmente, cuando menos lo esperamos, dejándonos por todo el cuerpo una sensación de fascinación hacia el otro, del cual es casi imposible librarse.
Algunos lo llaman atracción. Otros, los más despreocupados, hacen caso omiso de él. O se ponen a decir un montón de cosas al respecto, como si ya lo conocieran por completo. Pero acerca del misterio sobre esas diferencias individuales y la razón de su derrota ante este peculiar ser… hasta ahora nadie ha podido, que yo sepa, dar una explicación definitiva.

10 de junio de 2010

Cada desierto es una mina de muerte, en silencio
Cada océano es un útero de vida, en silencio

Cada ciudad es una mezcla de seres, llenos de ruido
Que se debaten entre la angustia y la esperanza

Cada día cae en picada a las profundidades, muere
Cada noche asciende al firmamento, nace

Cada uno de nosotros, llenos de sueños
Que se debaten entre la memoria y el olvido

6 de junio de 2010

No poder dormir en esta casa de locos es cosa de todas las noches. Peor que eso es el hecho de que nunca hay alguien a tu lado para contarte una buena historia. No ayudaría, pero al menos se sentiría uno con esperanzas. “¿Esperanzas de qué?”, me pregunto. Y al instante advierto, desconcertado, que no sé la respuesta.

Acerca de este problema Judith piensa de la misma forma. Desafortunadamente no podemos resolverlo. Es imposible acostarnos juntos, pasar la noche platicando mientras le inventamos estrellas a la oscuridad del techo, ya que en la tarde somos separados, arrancados de esta extraña relación que nos mantiene cuerdos. A ella se la llevan al ala este, donde están las “Amazonas”, mientras que a mí me depositan en la oeste, junto con los “espartanos”.

Recuerdo que en una ocasión, cuando niño, leí en una revista el extraño caso de un par de prisioneros de una cárcel de Siberia, un hombre y una mujer, los cuales mantenían relaciones interpersonales por vía telepática. Relataba que tal proeza fue conseguida después de años de práctica, orillados como estaban a superar un aislamiento casi completo en el que vivían el uno con respecto del otro, ya que el único momento en el día que se veían era un pequeño instante cuando eran conducidos de vuelta de las labores de trabajo. En ese lapso, que duraba unos cuantos segundos, sólo los separaba una pequeña rejilla, la cual servía como división entre la fila de los hombres y las mujeres.

Mediante mensajes que dejaban cada día al pasar por aquel lugar, mensajes escritos en minúsculos trozos de papel doblados de la forma más pequeña posible para evitar ser advertidos por los guardias, constataban que lo que habían captado el uno del otro la noche o tarde anterior era real, no una mera ficción producto de una locura claustrofóbica o de sugestiones mutuas. Años antes de morir, ya ancianos, fueron liberados. Vivieron el tiempo suficiente para conocerse mutuamente y para relatar su hazaña al mundo.

Le conté esto a Judith, quien solo atino a reírse como histérica. Luego me dijo que “en verdad estaba mal de la cabeza, pero que era normal”. Que “cada uno de nosotros tenía derecho a inventarse su propia locura, algo personal y enfermizo que, de alguna forma, ayudara a mantenernos en pie, que nos diera esperanzas”.

Judith, mi triste y escéptica Judith, única voz que escucho con anhelo de entre todo este ruido que pulula a todas horas, todos los días alrededor de mí, en esta casa de locos. Va llegando la hora de que nos muramos, lejanos los dos como hasta antes de conocernos hace ya tantos años. Tu Judith, la chica que organizó un motín y sobrevivió. Yo, que lloré todas las noches durante seis meses, desde el primer día en la soledad de mi habitación, aguardando una muerte repentina y piadosa. Tan diferentes el uno del otro, aunque con una hora en común, infaltable, en que nos reunimos para intercambiar palabras (o silencios cómodos, contemplaciones de ángeles, según sea el caso). Todo esto con el mismo escenario de siempre: la banca bajo un árbol enclenque del jardín que hay en el patio.

Judith. No podemos soñar juntos, tampoco podemos contarnos historias que nos ayuden a dormir. Cuando al mediodía te cuento mis empresas ingeniosas, mis sueños que se asoman como hilillos de luz cada día al despertarme, te pones a reír como tonta. Los juzgas imposibles, como animales producto de delirios. Como figuras de chocolate dejadas al sol en un día caluroso. Quizás lo único que compartamos es esta esperanza, que, (ahora lo sé) sirve para mantenernos vivos el tiempo suficiente que haga falta para salir. Y una vez afuera, sin paredes ni ilusiones de por medio, nos daremos cuenta, de una vez por todas, que no tenemos nada en común.