9 de abril de 2009

Rituales de un fin de semana

Me apresuro a terminar mi trabajo sobre Kant y la metafísica de las costumbres. No puedo negar que me he divertido bastante con su lectura, y más aún con su relectura. Pero hoy tengo otro tipo de diversión que me aguarda. No se trata de un libro, ni tampoco algo académico. En medio del silencio de mi habitación, en ese pequeño claustro artificial que me construyo de cuando en cuando para abstraerme y concentrarme en mis delicadas lecturas, comienzo a especular. A impacientarme.
Escribo las conclusiones finales. Observo por enésima vez el reloj despertador sobre mi cama y me levanto. Doy una rápida lectura a lo que llevo escribiendo desde hace varias horas. Estoy conforme. Quizás lo revise más tarde, con más tranquilidad.
Doy un vistazo alrededor mío, el panorama es de desorden: fichas de trabajo esparcidas sobre la cama y en el suelo, libros abiertos por doquier. Suspiro. La tarde comienza a caer, pongo atención a los sonidos del otro lado de la puerta. Como para alimentar más la impaciencia miro por última vez el reloj. Salgo de mi habitación, me dirijo con paciencia a la sala de la casa de ustedes.
Levanto la mirada, al fondo del pasillo que conecta las habitaciones con la sala el rumor es ya distinguible: la televisión está prendida desde hace mucho tiempo. Me siento en uno de los sillones y converso con mi padre. Por primera vez en mucho tiempo en lo que va del día, lo que sale de mi boca es ajeno a conceptos como deberes jurídicos, deberes de virtud, cuestiones casuísticas, etc., etc.
Devuelto a este mundo de formas y colores definidos y también de trivialidades, me dispongo al ritual de cada sábado. Ya no soy el que argumenta cuidadosamente en hojas de cuaderno y fichas de trabajo. Tampoco el que lee y relee minuciosamente los libros de la biblioteca.
A una señal casi imperceptible, a la par de un conteo, comienzo a ser el que vocifera y se explaya en pensamientos rápidos y sencillos. Olvido las formalidades y el ascetismo: salto, grito, me llevo las manos a la cabeza, hago un sinfín de muecas, camino alrededor del pequeño espacio frente a mi asiento, me levanto y me vuelvo a sentar una y otra vez… incluso exclamo algunas groserías en voz baja y maldigo.
¿Qué pasa? ¿Qué extraño cambio se ha operado en mí, en tan poco tiempo?
Una pausa. Por unos minutos me pongo a platicar con mi padre, intercambiamos diversos puntos de vista. Profundizamos en nuestras diferencias y en nuestras concordancias. Al final no llegamos a algo claro, pero no importa.
Vuelvo a mi lugar, miro por la ventana: se ha hecho de noche. Contemplo por un instante mis manos, que se encuentran sudorosas. Intercambio de vez en cuando algunas palabras con mi padre, sentado a pocos centímetros de mí. El conteo se ha reiniciado.
Una vez más las mismas actitudes de hace unos minutos: grito, me desespero, río nervioso, me levanto de mi asiento… Me encuentro impaciente y ansioso. Del meditabundo y calmado estudiante de filosofía de hace una hora no queda nada.
De pronto un suceso fatídico me recorre como un escalofrío. No, no es posible. Siento como cuando llego tarde a una de las clases en las que hay hora de tolerancia. Como cuando uno pierde el autobús o el último subterráneo. No doy crédito a lo que ven mis ojos. Y pienso en otros, que en ese mismo instante se hayan a la inversa: felices, conmocionados; gritando pero de alegría.
Pasan los minutos y mi rostro es el del consternado. Pero al poco rato vuelve la esperanza. Una sensación de júbilo inclina la balanza. Mi padre y yo celebramos.Pero como en todo ser humano queda la ambición, las ganas de ir por más. Una a una las posibilidades se van agotando, a la par del tiempo que transcurre. Me voy haciendo a la idea de que por hoy todo se ha terminado. Minutos después se escucha el silbatazo final.
Apagamos la televisión. Yo regreso a mi habitación, de vuelta a mis lecturas habituales. El partido de fútbol de aquel día se ha terminado. Empate 1-1. El mal sabor de boca, porque aunque no se perdió tampoco se ganó. En fin: que mi equipo pudo haber hecho más.
Que quieren, si yo también soy parte de este extraño ritual. O de ambos, si así lo prefieren. Uno racional, el otro… pasional.