27 de abril de 2008

...Tres hechos peculiares inmersos en una semana por lo demás bastante común


En los últimos años de su vida, el filósofo alemán, Martín Heidegger [autor de aquella gran obra que aún hoy sigue siendo imponente: El ser y el tiempo], se dedicó a preguntarse por el papel de la filosofía ante una nueva era que ya se anunciaba como la de la técnica y la tecnología. En una conferencia que después se publicó en un libro [Heidegger, M., ¿Qué es la filosofía?, Barcelona : Herder, 2004], el filósofo mostraba su preocupación por el hecho de que en esta nueva era, en este nuevo tiempo, ya nada nos causaba asombro, sino por el contrario: todo era rutina, aburrimiento y monotonía. Heidegger tenía razón, ahora pocas cosas nos sorprenden. Vivimos aferrados a un estado perceptual que no deja lugar a la sorpresa y a la especulación. Tan es así que un estudiante de filosofía, que se supone debe ir pensando en la naturaleza de las cosas, y preguntas de ese tipo [preguntas que sólo el tiene, y que como la anécdota no probada de Tales de Mileto, pueden llevarlo a caer en un gran agujero], muchas veces cae en la rutina y el tedio. Lo admito, pero deberían de ver el traslado que hago de mi cueva hacía la Facultad, que es cruzar la ciudad más poblada de latinoamérica... En fin, justificaciones aparte, la semana suele ser así, sin muchas emociones. Fuera de las materias universitarias y de la carrera, muy poco es especulación y duda. Pero esta semana fue diferente. Tres hechos me arrojaron a la existencia de lo curioso. El primero de ellos fue el martes, cuando después de la escuela quedé de verme con dos de mis amigos del bachillerato [Imelda y César] en una estación del metro. Como vi que tardaban decidí llamar a Imelda. Cual fue mi sorpresa cuando me explico, carcajeándose de lo lindo, el motivo. Salí a los torniquetes justo a la entrada de la estación. Ahí estaban, César hablando con un policía y con el jefe de la estación. Imelda disimulando su risa. ¿La razón? La siguiente: Al bajar por las escaleras eléctricas en la entrada del metro, mi inteligente amigo César [no lo culpen por esta acción, en verdad, tiene algo de raciocinio] decidió deslizar por la banda de las escaleras su cartera que contenía sus credenciales: dos de la escuela, la del metrobús y la de elector. Cual sería su sorpresa cuando antes de caer torció esta de un lado y cayo por una rendija... hacia dentro, o más bien, bajo los peldaños de la escalera. El diálogo con las "autoridades" del subterráneo no sirvió: no pudieron devolverle la cartera. Ya se imaginaran las carcajadas de Imelda que había presenciado el patético accidente. Mi amigo César sin poder defenderse ante tal tontería, aunque tal vez podría aducir demencia por falta de oxígeno al entrar al metro o un lapsus de idiotez repentina... El segundo hecho [si, hay más] ocurrió el jueves. Al pasar por una avenida de la universidad, de camino de regreso a casa, cerca del metro estación Copilco, escuché un sonido curioso. A medida que caminaba el sonido se hacía más peculiar, pero todavía no atinaba a saber el origen. Por fin lo supe, cuando pasé a un lado del músico. ¿Músico? Si, músico. Era nada menos que un chavo que tocaba la gaita, y la tocaba muy bien. No, es México, no vayan a preguntarme si usaba una falda escocesa y una barba prominente. Era, a decir verdad, un tipo de lo más normal. A no ser por la gaita, claro está. Como mi ingreso per cápita del que disponía en ese momento era más que deficiente [gastos propios de un filósofo], no pude darle una propina por su merecida labor. Porque miren que hacer sonar ese instrumento, sobretodo el aire que debe tenerse. Lo mejor es que aquel curioso suceso, que jamás creí presenciar, además de que me hizo salir de la rutina, me hizo el día muy agradable. El tercer y último hecho [vaya semana!] ocurrió al día siguiente. Esta vez iba llegando a mi facultad, y ya estaba caminando por una avenida del campus, cerca de un área verde, por la Fcaultad de Odontología. De nuevo iba inmerso en mis pensamientos [creo que aduciendo argumentos en contra de la pena de muerte], cuando de pronto una ráfaga me rozó el rostro y se desvaneció tan rápido como apareció. ¿Qué era? Pues un pajarillo pequeño, de esos que hay en cualquier árbol [disculpen mi ignorancia taxonómica y zoológica] , que había pasado volando a unos cuantos milímetros de mi rostro. Por poco y se hubiera estrellado en mi rostro, de no ser por que el tipo le sabía bien a la aeronáutica y porque yo estoy encomendado a una deidad helénica [una poderosa, que goza del favor de Zeus]... Si, tal vez mi vida no sea tan interesante como esas que muchos relatan en otros blogs, pero, a mí me basta. Mira que el asombro y la salida de la rutina no le hacen daño a nadie. Aunque lo admito, la introducción que aduce al buen Heidegger no tuvo nada que ver con lo demás [que fue tornándose en anécdota más que en análisis filosófico], y que la primera curiosidad fue más chusca y patética que sorpresiva... aunque, ¿qué no fue entretenida? A ver como me va esta semana... capaz que me encuentro el fantasma de Octavio Paz rondando en el sanitario de hombres de la facultad... o me uno a una secta al más puro estilo de los Illuminati... Chale...