29 de septiembre de 2007

Mónica

Subo al vagón del subterráneo. Me siento en un lugar que da directamente a la ventana. La estación en la que lo abordo es de poca afluencia, aunque en unos minutos más estará repleta de gente. Otros estudiantes como yo saldrán de su última clase, y se dirigirán en tropel al subterráneo, colmando con rapidez los andenes.

Subirán frenéticos, buscando un lugar en el cual sentarse. La mayoría de ellos no lo logrará, teniendo que conformarse con apearse del pasamanos o recargarse contra las paredes del lado izquierdo, las cuales no se abren sino hasta las últimas tres estaciones del recorrido. Mirarán con incertidumbre alrededor de si, arrojados como están al tedio y al cansancio.

Algunos se conformarán conversando con sus cotáneos, lo que suplirá las incomodidades que se vayan presentando a través del viaje. Los otros, los solitarios, tendrán que apelar a sus reflexiones y pensamientos, o de plano escucharán música de sus dispositivos portatiles, evadiéndose de su entorno en lo que llegan a su destino.

Pero hasta ahora todo permanece tranquilo. El subterráneo avanza y dentro de la mayoría de los vagones todos sus tripulantes viajan sentados. Dentro de poco la gente, en gran cantidad, comenzará a abordarlo en las sucesivas estaciones para ir ocupando más y más espacio, al grado de que la superficie libre quedará más reducida. El aire se volverá pesado, el calor se apoderará del ambiente, haciendo que el ambiente se vuelva turbio.

Instalado en mi lugar voy observando por la ventana hacia afuera, en dirección al andén. El sonido indicador de que el tren está por partir de la estación en turno deja de escucharse, al poco tiempo un ruido sordo de las puertas que se cierran. Veo como la gente se va desvaneciendo en rápidas sucesiones mientras el tren va dejando la estación.

Esto se repite una y otra vez durante toda la ruta. A cada tiempo en que esto sucede los contornos dibujados fácilmente, distinguibles a la vista de los de dentro, los cuales permiten la apreciación de sujetos individuales se van convirtiendo a medida que la velocidad aumenta, en delgadas siluetas, para desaparecer en cuanto abandonamos la estación...

Me olvido de las impresiones visuales que vi hace unos momentos (señoras que llevaban a sus hijos de la mano, estudiantes con mochilas pequeñas, obreros que van de regreso a su casa, oficinistas agobiados por el sopor de la tarde, ancianos jubilados que regresan de sus visitas al hospital, vendedores ambulantes que esperan la llegada del próximo tren), y a pesar de ello muchas siguen vivas por largo tiempo: algunas suben en este vagón, uniéndose al grupo heterogéneo que aguarda con impaciencia para llegar a su destino.

Nosotros, las personas. Moviéndonos sin que parezca que lo hacemos, ora en la claridad de los puertos subterráneos ora en la oscuridad ruidosa. Dentro de una caverna particular: las imágenes y las figuras transcurren con lentitud en nuestra mente. Desfilan una a una, y basta el paso incómodo de un vendedor que nos pide permiso para pasar al otro lado de esta cajita naranja, basta eso para empezar de nuevo. Las voces de los que charlan, de pie o sentados, es también una imagen que es parte de esa caverna.

Trato en vano de reducirnos a todos en un campo semántico. La heterogeneidad es irremediable. Distribuidos en la superficie del vagón, los hombres y mujeres somos distintos. Aunque aquellos dos están de igual forma sentados este duerme profusamente, mientras aquel contempla hipnótico un punto ciego en el piso del vagón. Tratará de evocar figuras reconocibles, como hace el ocioso que recorta animales y símbolos en las nubes de un cielo azul.

Yo no puedo homologar mis pensamientos a uno sólo. Quisiera ser como aquel que lee de la misma forma en el periódico la sección deportiva que las noticias de los muertos violentos aparecidos en las calles la noche anterior. Porque yo tengo la costumbre de saltar en todo. Mi vista es inquieta, porque se detiene en todos lados.

Entonces la veo. Es una mujer joven, veinte, veintiuno, veintidós a lo mucho. Está recargada contra la pared, en el andén. Mira vagamente, no espera a nada ni a nadie. El tren se ha detenido, las puertas están abiertas todavía. No me importa, por mí que se tarde más. Me inquieta esta mujer. No es muy bonita, pero hay algo en ella. Su mirada es esquiva, cualquiera diría que está nerviosa. Pero sus pies, sus manos, su cuerpo... todo permanece inmóvil. La gente pasa frente a ella, pero no se inmuta.

No los observa, ni por reflejo. Su cabello es largo, y le cae por los hombros, pero ahí se detiene. Lleva una mochila, seguro viene de la escuela. Pantalones de mezclilla y una sudadera morada. Un collar en el cuello armoniza perfectamente. Una diadema artesanal le da una imagen distinta, un tanto anacrónica. ¿Por qué no voltea hacía el tren? ¿Qué observa? Mejor dicho, ¿observa algo o sólo está mirando? Mejor, mejor que no mire hacia acá. Estoy a unos metros de ella. Si voltea me verá, y verá que yo la observo.

Mi mirar es profundo, fijo. Un pasajero que pasa por el andén se cruza con mi mirada, luego voltea a ver lo que yo veo. Sigue su camino. Pero ella sigue ahí, congelada en el tiempo. Los pasajeros se impacientan, los señores bufan como ganado detenido en el establo, las mujeres murmuran. Afuera los viajeros ya no quieren subir, mejor al otro, al siguiente, dicen. No saben que la ventaja de unos minutos en este inframundo atemporal es una preciosa ventaja de tiempo móvil allá arriba.

Ella sigue en el mismo lugar. Noto sus labios que se abren de a poco cada cierto tiempo. Son unos labios pequeños, sin lápiz labial. Es sencilla, directa. Empiezo a formarme una idea de lo que es ella, de cómo piensa: Sabe que es por lo que dice y lo que piensa, no por su apariencia. Me doy cuenta de que no lleva maquillaje. No verás a nadie, no esperas a nadie. Sólo vives estos momentos.

Y de alguna forma te vuelves una figura heroica ante mis pensamientos. Por sobrevivir a este lugar que todo lo enajena, que todo traga. Por no sucumbir ante lo impersonal de estas profundidades. Porque al observarte puedo saber que existes, que eres alguien igual a mí.

De pronto el tren parte, lentamente. Y tengo unas ganas inmensas de guardar todo lo que eres tú dentro de mí, como se guarda un momento inolvidable. Fallo: quizás porque esto es algo intencional. (Recuerdo aquella tarde que caí de la resbaladilla en el jardín de niños porque después de que sucedió quise olvidarla)

Ahora ya no te veo. El afuera que observo es sólo oscuridad y ráfagas de luz.

Sólo se me ocurre el que la próxima vez que nos veamos -esto sucederá, sé que sucedera: en este lugar siempre sucede- quizás tu seas la que viaje del otro lado del vagón, de pie, o en un asiento. Quizás te ceda el asiento, y tu esbozes un pequeño gracias que se disolverá en el instante en el aire caluroso del vagón. Quizás tú me veas a mí, desde tu asiento, a mí, ahora afuera en el andén. Aunque sea sólo por unos segundos, aunque no me observes.

Un sonido más fuerte cuando el tren llega a la terminal. Salimos todos y nos dirigimos a caminar, a estirar nuestros cuerpos y a respirar a fondo; en fin: vivir a nuestras anchas acá en el exterior. Sólo me falta terminar el proceso que empezó hace algunos minutos, allá, cuando te observaba. Darte un nombre.

Ya está. Creo que te llamaré Mónica...

21 de septiembre de 2007

¿Por qué odian a los filósofos?



Si, lo acepto... soy un estudiante de filosofía. Pero, ¡oigan! no es tan malo como creen. Después de todo es una carrera difícil, no cualquiera puede terminarla. Exige mucho compromiso y ciertas cualidades intelectuales que no todas las personas desarrollan.
Pero tampoco crean que estoy aquí para defenderme y elogiarme, soy objetivo.
Sé que en este mundo es más solicitado un ingeniero en sistemas para poner cableado en una empresa que alguien que haya leído a clásicos -si por clásicos entienden a griegos y alemanes muertos que escribieron decenas de tratados y de ensayos filosóficos-.
Pero lo más curioso de este mundo, esta extraña realidad que habitamos, es el hecho de que casi nadie o nadie sabe de que trata aquello, la filosofía.
Anécdotas hay, recientes o un poco añejas, que podría resumir así:
(ejemplo, yo conversando con una persona cualquiera. En este caso el padre de un amigo el día de nuestra graduación de bachillerato...)

- Con que eres amigo de mi hijo. Mucho gusto. Y por cierto, ¿qué vas a estudiar ahora que entres a la universidad?
- Pues... Filosofía
- ...
- Sí, me gustan las humanidades además de que me apasiona estudiar las causas y principios, además de todo lo referente a la razón humana.
- ...
- Pienso que no todo es computación o ingenierias, siento que carreras como la mía todavía tienen
mucho que dar de si
- ...
- Eso es todo
- Oh! ya veo... pero, ¿qué no los filósofos se mueren de hambre?
- ...

Nótese que los puntos suspensivos son síntoma de: perplejidad/ ignorancia/ no saber que decir/ incomodidad ante asunto planteado... o todas las anteriores juntas en esa persona.
Si, alguien que se mete a estudiar filosofía sufre cuestionamientos, burlas, rechazos y miradas de "estoy viendo a un demente".
Pero es una gran carrera, y estoy orgulloso de lo que hago. Será acaso que siempre juzgamos lo que no conocemos?
Además de que a veces olvidamos que cosas como la felicidad y el amor por lo que haces son más importantes que el dinero y la fama.
Por último, como nota informativa: los filósofos no se mueren de hambre.

Les explicaría de que se trata la filosofía, pero es algo laborioso... mejor lo dejamos para otra ocasión.